domingo, 12 de diciembre de 2010

PASA AMERICA LATINA POR UN MIEDO A LA LIBERTAD...???

Opinión: América Latina: o el miedo a la libertad.
Fernando Mires  (Chile)


El presente texto es la versión escrita de la intervención  del Dr. Fernando Mires, Catedratico de Ciencia Política de la Universidad de Oldemburg, Alemania, en el “XVI Foro Eurolatinoamericano de Comunicación“ que tuvo lugar durante el 1. y 2 de Diciembre de 2010 en Buenos Aires (Universidad Torcuato di Tella) en la sección dedicada a analizar“los nuevos nombres de la política”, título que alude a los nuevos gobiernos que emergen y emergerán en América Latina.

1.
El título del grupo de análisis –“los nuevos nombres”- indica, aparentemente, la posibilidad de que estamos entrando a una nueva era. Pero bien pudiera ser que sólo los nombres cambian y la vida sigue igual. Para averiguar entonces el sentido de los nuevos nombres, entre otros: Chinchilla, Lobo, Mujica, Piñera, Rousseff, Santos, habría que preguntarse entonces sobre el significado de los ya antiguos como Arias, Bachelet, García, Kirchner, Lula, Tabaré Vasquez, Uribe, y en otra lista: Correa, Chávez, Lugo, Morales, Ortega, y, sobre todo, el más antiguo de todos: Castro.
Los “antiguos nombres” en su gran mayoría, provenían de la llamada izquierda latinoamericana. Razón que llevó decir a tanto publicista que en América Latina después de las dictaduras militares las izquierdas estaban llegando al poder. Mas, pronto fue descubierto que detrás de la jabonosa palabra izquierda podían esconderse realidades muy diversas.
A fin de simplificar la complejidad representada por los gobiernos emergentes en el periodo de la post-guerra fría, algunos autores levantaron la tesis -en términos muy generales, correcta- de la existencia de “dos izquierdas”: una ultra-radical; la otra democrática y social. La primera representada en los países del ALBA, creación castro-chavista orientada a formar un polo geopolítico “antimperialista y socialista”. La segunda, en gobiernos como los de Brasil, Chile, Uruguay, y en parte Argentina y Perú. No faltó así quien imaginara que en América Latina estaba renaciendo el antiguo conflicto entre socialdemócratas y comunistas, repetición del vivido en Europa durante los años veinte y treinta del pasado siglo.
Para comenzar el presente análisis es necesario destacar que no estamos hablando de izquierdas demasiado nuevas. Efectivamente, las izquierdas de los “antiguos nombres” que alcanzaron los gobiernos después de los periodos dictatoriales de Argentina, Chile y Uruguay, podríamos denominarlas como izquierdas históricas. ¿Qué significa dicha denominación? Significa simplemente que desde hace mucho tiempo esas izquierdas ya eran partícipes de la política tradicional. Eran, dicho así, parte de las respectivas formaciones políticas nacionales.
Los socialistas chilenos o el peronismo de izquierda o el Frente Amplio uruguayo, son entidades pre-dictatoriales de modo que cuando dichas izquierdas accedieron a los respectivos gobiernos se trataba más bien de un nuevo comienzo -pido retener este término- y no de un simple “comienzo”. Así, y ese es un dato que quisiera resaltar, el proceso de democratización iniciado en los tres países mencionados puede entenderse también como una normalización política pues el poder regresó a quienes ya –en parte- lo habían tenido (o compartido) antes de que en esos países irrumpieran las luctuosas dictaduras de los años setenta y ochenta. Luego, el hecho de que algunas de las izquierdas pre-dictatoriales hubiesen accedido al gobierno en el periodo post-dictatorial, no tiene nada de espectacular ni asombroso.
Con el retorno de las izquierdas políticas tuvo lugar un restablecimiento parcial de la correlación de fuerzas del tiempo pre-dictatorial. Anormal habría sido lo contrario: que después de las experiencias dictatoriales no las izquierdas sino las derechas hubiesen llegado al gobierno. Algo imposible si se considera que las derechas “clásicas”, en los países mencionados, habían delegado su representación a los estamentos militares.
Dos son, a mi juicio, las razones que llevaron a las izquierdas referidas a asumir con convicción la práctica democrática. La primera, surgida de traumáticas experiencias, demostró que la existencia de la izquierda estaba ligada a la de la democracia, y viceversa. La segunda, y parece ser más decisiva, fue que las instancias antidemocráticas internacionales a las cuales esa izquierda rendía cierto tributo, a saber, el imperio soviético y el castrismo cubano, son hoy simples ruinas históricas.
El fin del llamado mundo comunista y de la “guerra fría” significó - ¡cuánta ironía! - la liberación política de gran parte de la izquierda democrática latinoamericana, izquierda que parece al fin haber encontrado su propio destino no en el exterior sino dentro y a través de las instituciones. Dicha liberación ha ocurrido, por cierto, de un modo parcial. Por una parte participa regularmente del juego republicano. Pero, por otra, mantiene ciertas nostalgias con un idealizado pasado ideológico pro-totalitario (regresiones), las que se reflejan en su ausencia escandalosa de solidaridad con los perseguidos y presos políticos de Cuba, Venezuela o Nicaragua. En otras palabras, la izquierda democrática del continente padece todavía de algunas fijaciones anti-políticas, huellas de un pasado que fue tal vez combativo, mas no muy democrático.
Interesante en todo caso es constatar que los países donde en este momento imperan las más sólidas democracias son aquellos en que el avance de las izquierdas fue orientado hacia el centro político, buscando coaliciones o acuerdos con partidos e instancias centristas. Más interesante aún es constatar que también algunas derechas han comenzado a perseguir una orientación centrista. Y con eso, ya estamos hablando de otros y posibles “nuevos nombres” quienes, desde la izquierda o la derecha, serán los encargados de consolidar la política latinoamericana. Uno de esos nombres es, entre otros, el del chileno Sebastián Piñera.
2.
Probablemente la llegada de Sebastián Piñera al gobierno de Chile no será ni la única ni la última vez que las derechas ganen elecciones en América Latina. Quizás muy pronto tendremos tres o cuatro “nombres nuevos” -pero esta vez de derecha- sentados en mullidos sillones presidenciales. Y lo más seguro –apostaría- es que no van a faltar analistas que hablarán del “retorno de la derecha”, de “la nueva derecha”, del “fin de la izquierda”, o de cualquier otro tópico apocalíptico similar. Olvidando que lo más lógico y predecible que puede ocurrir a una democracia, es que una vez gobierne la derecha y otra vez la izquierda. Sin rotaciones políticas, el principio de alternabilidad no sería más que una hueca frase.
A riesgo de ser reiterativo, sostengo entonces que lo más importante de la llegada de la derecha al gobierno chileno reside en el hecho de que, al igual que la izquierda, busca apoderarse del centro, e incluso, avanzar desde ahí hacia los bastiones tradicionales de la izquierda. En otros términos, los nuevos nombres de la derecha, apuntan, como ya lo hicieron los viejos nombres de la izquierda, hacia la despolarización política. Hay otros países (¿Colombia?) en los cuales está ocurriendo algo parecido. Lo decisivo en el caso chileno –y eso puede ser reiterativo en otras naciones- reside en el fenómeno que me atrevería a denominar como civilización política de las derechas. También podríamos hablar de “la transición que va desde una derecha salvaje hacia una derecha política”. La alternativa de la civilización política ya fue, por lo demás, elegida por una buena parte de la izquierda latinoamericana. Ahora puede ser el turno de la derecha.
3.
Naturalmente, tanto la izquierda (hoy) democrática como la derecha (hoy) democrática deberán realizar la re-inserción en la política a través de rupturas con el pasado reciente. En ese sentido es posible hacer un paralelo, a primera vista insólito, entre Sebastián Piñera y el uruguayo José Mujica. El primero proviene de una derecha golpista que renunció a la política para ponerse al servicio de una de las dictaduras más infames de la historia latinoamericana. El segundo viene de una izquierda políticamente salvaje, los Tupamaros, quienes con su violencia declarada no sólo desafiaron al orden republicano; además, colaboraron directamente en su derrumbe. Y, sin embargo, nadie que no sea fanático ni obcecado podría decir que José Mujica y Sebastián Piñera no son demócratas.
Mujica ha demostrado, al igual que su antecesor, no sólo un profundo respeto por las instituciones; además, una llamativa tolerancia frente a opiniones adversas. Piñera, a su vez, ha realizado ingentes esfuerzos para demostrar que se puede ser de derecha (conservador, ultra-católico y millonario) y al mismo tiempo mostrar una cierta (o mínima) sensibilidad social que hasta hace poco era sólo patrimonio de las izquierdas. Esa imagen que recorrió el mundo, la de los 33 mineros desenterrados al recibir en su “regreso a la vida” el saludo presidencial tiene –más allá de gustos estéticos - un significado simbólico enorme (y la política hay que leerla también a través de sus símbolos). Quiero decir, mientras la izquierda abre sus puertas a la democracia, la “nueva” derecha intenta asumir la posibilidad de cumplir compromisos sociales que la “vieja” derecha desestimó.
En breve, todo parece indicar que a través de la civilización (re-politización) del antagonismo izquierda- derecha en países como Chile y Uruguay, también en Brasil, más difícil en Argentina, pueden darse alguna vez relaciones similares a las que imperan en la vida política norteamericana o en las democracias más avanzadas de Europa. Ahora, la más importante de esas relaciones reside, a mi juicio, en la creación de un campo de pertenencia común a todos los actores de la política: un campo destinado a asegurar condiciones para que el juego político sea realmente jugado. Si ese campo político de convivencia común a izquierdas y derechas es aceptado en algunas naciones latinoamericanas, significará que ellas no sólo estarán saliendo del subdesarrollo económico sino, sobre todo, de su casi nunca percibido subdesarrollo político. Eso pasa, por cierto, por la ubicación de la política en un juego de posiciones sometido a reglas y leyes.
4.
¿La política como un juego?
Todo lo que no tiene que ver directamente con la guerra y con la muerte –es una tesis- es un juego. La política, en tal sentido, también sería un juego. Y un juego puede ser dramático sin dejar de ser un juego. O de modo inverso: pronunciada la palabra guerra, o la palabra muerte, ya no hay política. Lo que quiero afirmar es que así como no hay un juego sin reglas, no hay reglas sin juego. De ahí que lo que caracteriza a las democracias emergentes de América Latina es la aceptación de las reglas del juego de la política, reglas que a su vez establecen los límites entre lo que es político y lo que no lo es. Las reglas pueden ser muchas o pocas, pero ninguna práctica democrática puede prescindir de ellas. Por lo menos hay algunas que no pueden ser nunca violadas a fin de que el juego continúe; entre otras:
  • El reconocimiento de la validez de una Constitución común
  • El reconocimiento de la universalidad de la declaración de los derechos humanos
  • El reconocimiento del otro como un adversario gramático y no como un enemigo militar al que hay que destruir
  • La existencia de un poder judicial y de un poder parlamentario independientes del ejecutivo
  • Libertad de reunión y de opinión (prensa)
  • Elecciones libres y soberanas
No obstante, afirmar que la política es un juego que debe ser jugado en un campo rayado y sometido a reglas, puede llevar a algunos malos entendidos. Puedo suponer por ejemplo que quienes siguen las ideas que ayer representara Carl Schmitt y hoy Chantal Mouffe y Ernesto Laclau (entre otros) imaginarán que el campo pre-constitutivo de la política, así como su reglamentación, son proposiciones destinadas a minimizar la conflictividad del antagonismo político. Aquí, sin embargo, se piensa exactamente al revés.
Un juego sin espacio pre-constitutivo y sin reglas o normas deja el juego librado a la voluntad de los contrincantes, o lo que es peor, permite que la normatividad del juego sólo sea dictada por quien ocupa el poder, como ya está ocurriendo en Venezuela. Eso significa que en aquellas naciones en las cuales las reglas del juego apenas existen, no hay juego político. En ellas la política no es suprimida pero toma un sentido diferente ya que la ciudadanía es dividida entre quienes apoyan el fin del juego y los que luchan por su recuperación. En esas condiciones no hay lucha política sino lucha “por” la política. La diferencia que establece la preposición “por”es más que importante.
En la lucha política sus actores resuelven o no resuelven sus antagonismos. En la lucha “por” la política, en cambio, los actores no luchan ni a favor ni en contra de sus antagonismos sino por la creación (o supresión) de un espacio para resolver los antagonismos. Más aún, los antagonismos sólo pueden alcanzar su máximo grado de intensidad si es que existe un espacio normativizado que los contenga, mantenga y sujete. No existiendo ese espacio, los antagonismos son disueltos, avasallados por el peso del Estado, convertido en un actor sin contra-actor. En fin, la lucha política siempre tiene lugar sobre la cubierta de un barco desvencijado en medio de la tormenta. Sin ese barco, no puede haber ninguna lucha política.
Quiero así señalar que aún más decisivo que la recuperación democrática de las izquierdas y que la conversión democrática de la derecha resulta la aparición y luego, consolidación, de un espacio común de lucha que hace posible la existencia (y la contienda) de izquierdas y derechas. Es ese espacio común de lucha un factor que lleva, en gran medida, a la aparición de una nueva contradicción política la que no sólo coexiste con la contradicción clásica entre izquierdas y derechas sino, además -y esto es lo decisivo- la sobrepasa. Me refiero a esa contradicción que se da entre naciones que disponen de un campo destinado a sustentar la lucha política y aquellas cuyos Estados son instrumentalizados por sectores ideológicos cuyo objetivo declarado apunta hacia la supresión del juego político. Se trata de una contradicción cualitativamente nueva, y es la que en el plano internacional se da entre los gobiernos demócratas de nuestro continente (de izquierda o derecha, para el caso da lo mismo) y aquellos que no lo son tanto. Los últimos, de neto origen populista, intentan utilizar la maquinaria del Estado y ponerla al servicio de los objetivos meta-históricos de determinados gobernantes. En este caso estamos hablando de los gobiernos estatistas de América Latina.
El estatismo, visto desde esa perspectiva, no sólo es una ideología. Ha llegado a ser la fase superior (o estatal) del populismo, fase que aparece no tanto cuando un movimiento populista alcanza el gobierno sino cuando la dirección populista se emancipa del movimiento que la llevó al Estado. En otras palabras: sostengo que el principal peligro que acosa a las emergentes democracias latinoamericanas ya no reside en el imperio de una economía librada a su arbitrio –como ocurrió durante la era de las dictaduras militares “clásicas”- sino en todo lo contrario: en el avance del estatismo político.
5.
Para evitar confusiones conviene diferenciar entre el estatismo político y el económico. Bajo este último término entiendo la hegemonía que ejerce el Estado en los niveles de la producción, inversión y circulación de bienes. O también, cuando el aparato del Estado, aún sin prescindencia del capital privado, asume los comandos del desarrollo económico.
En la Europa decimonónica el sistema clásico de estatismo económico fue el llamado bizmarquismo (de Bizmark) sistema que fue posible bajo dos condiciones: la debilidad del sector económico privado alemán y la existencia de una burocracia y tecnocracia estatal altamente eficiente. Hoy, el caso más avanzado de estatismo económico está representado sin dudas por la China post-maoísta, nación que reúne dos condiciones estructurales básicas. Por una parte, un Estado gestor, con una burocracia y una tecnocracia (clase gestora) muy eficaz, y por otra, un “proletariado” disciplinado, sin derecho a huelga, formado previamente durante el periodo comunista, periodo que desde la actual perspectiva puede ser considerado como la “fase de acumulación originaria” del hoy poderoso capitalismo estatal de China.
Bajo estatismo político debe ser entendido, en cambio, la supresión de la política en aras del cumplimiento de un objetivo supremo situado en un futuro indeterminado, objetivo que requiere de la eternización en el poder de una nueva clase de Estado dirigida por una determinada camarilla (pandilla) la que a su vez se representa en la imagen estrambótica de un caudillo popular. El napoleonismo (no confundir con bonapartismo) durante el siglo XlX, y los fascismos y socialismos (soviéticos) del siglo XX, son modelos históricos “clásicos” de estatismo político.
Por cierto, el estatismo político puede ser también un estatismo económico, de la misma manera que este último tampoco prescinde del primero. La diferencia reside, sin embargo, en los objetivos que cada uno persigue. Así, mientras el estatismo económico pone acento en el desarrollo de las fuerzas productivas, el estatismo político apunta hacia la consolidación de una casta política en el poder sacrificando, si es necesario, el propio desarrollo de las fuerzas productivas. No extraña así que los estatismos políticos sean erigidos sobre la base de economías (y ecologías) en ruinas, como ocurrió ayer con el comunismo soviético, cuya muestra de museo es esa desintegración material (y moral) que representa la Cuba de hoy. En otras palabras, el objetivo que persigue el estatismo político es el ascenso, consolidación y perpetuación en el poder de una clase en el, y de, Estado.
Una de las particularidades del estatismo político latinoamericano, representado fundamentalmente en algunos países que forman parte del ALBA, es que en la mayoría de los casos su configuración ha sido antecedida por movimientos de masas que rebalsan a los partidos políticos tradicionales.
Una segunda fase, que es la gobiernista, se caracteriza por la autonomización de la conducción política (camarilla o pandilla) con respecto al movimiento de masas que le dio origen. La tercera fase -la vivió ya Cuba y ahora la está viviendo Venezuela- se caracteriza por el ascenso paulatino al poder de una casta militar que asume la representación del Estado. Esto es, en nombre de la doctrina de la “dictadura del proletariado”, será erigida una “dictadura del militariado”. A partir de ese momento tendrá lugar la fusión entre el ejército, el gobierno, y el partido de gobierno, en un “Estado integral” (o total), representado por un “orwelliano” caudillo. Las masas, anteriormente populistas, serán organizadas en torno al Estado de acuerdo a un corporatismo extremadamente vertical y rígido al que los estatistas denominan “democracia participativa” en oposición a la democracia representativa, basada en el sistema de partidos y en la independencia de los poderes públicos.
Ahora bien, la “dictadura del militariado”, latente en cada gobierno estatista, se torna manifiesta cuando el estatismo, convertido en minoría, ya no puede conservar el poder mediante el expediente electoral, que es lo que está ocurriendo en la Venezuela de Chávez. Llegado ese momento, el gobernante estatista se despojará de sus guantes democráticos, apareciendo las horribles garras –tan latinoamericanas- del gorilismo más tradicional. De este modo, así como el estatismo es la fase superior del populismo, el (neo) gorilismo podría llegar a ser –bajo determinadas condiciones- la fase final del estatismo.
Como es posible comprobar, el origen, desarrollo y consolidación de los estatismos políticos latinoamericanos contiene muchas similitudes con el periodo de ascenso del fascismo europeo, observación con la que no están de acuerdo quienes se concentran exclusivamente en los símbolos ideológicos de tales representaciones. Efectivamente, en lugar de recurrir a ideologías fascistas tradicionales, los estatismos latinoamericanos recurren a un marxismo–leninismo “ad hoc”, muy difuso y primitivo, pero que cumple perfectamente con la función de servir de ideología de legitimación al bloque de poder estatal.
Hay pues una potencial contradicción política antagónica en América Latina. Esa contradicción potencial ya no es entre izquierdas y derechas, como ocurrió en el pasado. Esa contradicción potencial es la que se da entre Estados democráticos y Estados que cada vez lo son menos. Que los últimos estén representados por gobiernos que se dicen de izquierda, es un problema de denominación que en términos reales ya no tiene mucha importancia. Importante sí, es consignar que los gobiernos menos democráticos de la región han sido erigidos en países de bajo desarrollo político y precarias instituciones republicanas. No es ese el caso de Venezuela cuyo gobierno aparece como exponente de una casi increíble paradoja. Por un lado, es hegemónico en el ALBA. Por otro –debido a una oposición democrática que ya es mayoría nacional- es el eslabón más débil de toda la cadena estatista del continente.
No obstante, la forma y el sentido como deberá resolverse la contradicción señalada –si es que se resuelve- no puede ser prevista. En gran medida, eso depende de la oposición y de la disidencia democrática en los diversos países estatistas. Pero también depende de la capacidad de los Estados más democráticos del continente para detener la agresividad internacional del bloque antidemocrático, que hoy estamos viendo -como un ejemplo entre otros- en las arbitrariedades que comete Ortega, ese fraudulento sucesor de Somoza, en contra de la democracia costarricense.
En fin, el gran déficit de las emergentes democracias latinoamericanas reside en su incapacidad de asumir el riesgo histórico de oponerse a las demasías de los gobiernos antidemocráticos de la región, incapacidad que se expresa en la casi total ausencia de solidaridad con los sectores políticos perseguidos en las naciones estatistas.
Hay momentos en que es imposible no pensar que las naciones democráticas tienen miedo a su propia libertad, de ahí que, aún siendo democráticas, no parecen dispuestas a defender con consecuencia y rigor las libertades que tanto esfuerzo, tiempo, cárceles y sangre, ha costado obtener.
¿Habrá entonces llegado la hora de reactualizar esa alternativa que nos presentara una vez el escritor colombiano Germán Arciniegas? ¿“Entre la libertad y el miedo”? ¿Asumirán esa alternativa los nuevos nombres de la política? ¿O capitularán otra vez frente a la amenaza gorila sólo porque ahora se presenta como “revolucionaria”?

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