lunes, 7 de diciembre de 2009

DICTADURAS .....


Un repaso por tres tipos de dictaduras clásicas en América Latina.

El Dr. Fernando Mires, Profesor Catedrático de Ciencia Política en la Universidad de Oldenburg en Alemanis nos hace un breve repaso histórico de los tipos de dictaduras prototipos que han estado presente en la historia republicana de América Latina. Para el estudioso y especialista en el tema existen :

1. La dictadura de tipo oligárquico post-colonial
2. La dictadura militar de Guerra Fría (o dictadura de seguridad nacional)
3. La dictadura militar nacional- populista y/o socialista- nacional..

Veamos:


"Suele suceder que para entender las venturas del presente sea cada cierto tiempo necesario –actitud que es válida tanto en las historias personales como en la nacionales- reubicar ese presente en contextos macro-históricos, de la misma manera que para entender la macro-historia hay que saber leer en los signos del día de hoy. Vivir el presente como historia y leer el pasado como presente, como recomendaba ese gran historiador que fue Ferdinand Braudel, ayuda a entender porque la filosofía ontológica sugiere que el pasado no sólo existe en el pasado (como algo cronológicamente superado) sino que acompaña e interfiere el presente de modo continuo y pertinaz. O dicho en una expresión más radical: vivimos a cuenta del pasado. Por una parte, el futuro porque es futuro, no ha sucedido, y el presente no es más que mediación entre un pasado que ya existió y el futuro que no conocemos, si es que no somos adivinos, brujos o marxistas. Disquisición no ociosa si pensamos que la América Latina de nuestros días está marcada no sólo por acontecimientos sino también por tantos traumas históricos.

Luego, si fuese necesario reconocer en un marco de reproducción ampliada las líneas fundamentales de la historia política latinoamericana, podríamos distinguir, entre otras menores que aparecen y desaparecen, tres de larga trayectoria y duración. Ellas son la línea dictatorial, la línea revolucionaria y la línea democrática. Esas, a las que llamaré: las tres dimensiones de la historia política del continente, como ocurre en toda realidad tridimensional, no se presentan de modo paralelo sino que cruzándose, uniéndose en algunos momentos, separándose en otros, y casi siempre, interfiriéndose entre sí en el curso de su tormentoso recorrido.

En el presente artículo –una parte de un breve ensayo que estoy preparando bajo el título “dictaduras, revoluciones y democracias”- me ocuparé sólo de la primera dimensión: la dictatorial.

1. La dimensión dictatorial puede ser llamada también militarista, pues no hay dictadura que no sea militar o que no se apoye en ejércitos. Una dictadura sin ejército es un contrasentido.

Triste es decirlo, pero la franja más ancha de la historia política de América Latina ha sido la de las dictaduras, o si se quiere plantear al revés: la de las luchas en contra de las dictaduras. Casi podría afirmarse que la dictadura fue en el pasado la “forma natural” de gobierno y esa es la gran diferencia que separa a la historia de la América del Norte de la de América del Sur. De tal modo que las luchas democráticas de la región han sido también en contra de su propio pasado, luchas que continúan hasta nuestros días en contra de esos persistentes proyectos militaristas que, como asegura el tango que cantaba Gardel, son algo así como un “encuentro con el pasado que vuelve a enfrentarse con mi vida” (“Volver”)

Y bien; a lo largo de la historia latinoamericana es posible encontrar diversas formas de dictadura militar, formas que en cierto modo son correspondientes con determinadas fases del curso histórico latinoamericano.

Sin ninguna pretensión tipológica, y sólo para simplificar el marco de la exposición, podríamos distinguir tres formas predominantes –lo que no quiere decir que no existan otras de menor persistencia- de dominación dictatorial:

1. La dictadura de tipo oligárquico post-colonial
2. La dictadura militar de Guerra Fría (o dictadura de seguridad nacional) y
3. La dictadura militar nacional- populista y/o socialista- nacional.



2. Las dictaduras oligárquicas –salvo una u otra excepción- marcan toda la historia del siglo XlX. Esa fue, menos que herencia, el lastre recibido del periodo colonial.

Como consecuencias de las feroces guerras de la independencia, valientes y bárbaros generales ocuparon la silla del poder, y en la mayoría de los casos lo hicieron como representantes no sólo de los ejércitos sino de las no muy rancias aristocracias terratenientes desde donde provenían. Esas son, sin duda, “las venas ocultas” de las dictaduras latinoamericanas. De ahí que la mitología “bolivariana” que ensombrece nuestro presente no logra ocultar la nostalgia del estado-militarista del periodo post-colonial: utopía regresiva e inconfesa de tanto líder militar.

De esta manera, en la gran mayoría de las naciones de la región, el Estado surgió del ejército y la nación del Estado que en condiciones de guerra abierta y declarada no podía sino ser un Estado militar, o apoyado en militares. Así se explica que la primera revolución social de la era moderna, que fue la mexicana de 1910, tuvo lugar no en contra de un Estado “burgués” sino en contra de un Estado militar- oligárquico. El simbólico Porfirio Diaz, así como muchos de sus epígonos, gobernaba a su nación no como un Presidente, más bien como un patriarca, o lo que es igual, como un gran terrateniente cuya hacienda era el país, tradición que continuó, y nada menos que en nombre de la revolución, Venustiano Carranza (1917-1920).

Más allá de las ideologías, aquello que unía a la gran mayoría de los dictadores latinoamericanos hasta nuestros días, fue la alianza entre el ejército y los sectores predominantemente agrarios que ellos representaban en y desde el poder.

Los dictadores latinoamericanos del siglo XlX y primera mitad del XX fueron, casi sin excepción, agraristas. El antagonismo que percibió Domingo Faustino Sarmiento en la Argentina del tirano Juan Manuel de Rozas, a saber, el de civilización contra barbarie, puede desdoblarse en la contradicción que se ha dado entre agrarismo y civilidad urbana, contradicción que como ha destacado José Luis Romero en su siempre hermoso libro “Las Ciudades y las Ideas” marca a fuego la historia latinoamericana.

Sucesores del patriarcalismo agrario denunciado por Sarmiento fueron, entre muchos, Alfredo Stroessner en Paraguay (1954-1989) -quien continuó la tradición hiperdictatorial inaugurada por el legenario Doctor Francia- o el “bolivariano” Juan Vicente Gómez de Venezuela (1908-1935). Sobre esas dictaduras patriarcales existe, por lo demás, una abundante bibliografía, pero algunos geniales novelistas han captado su sentido más esencial, y eso ha sido así desde “El Señor Presidente” de Miguel Angel Asturias, “Yo, el Supremo” de Augusto Roa Bastos, “El Recurso del Método” de Alejo Carpentier, “El Otoño del Patriarca” de Gabriel García Márquez - cuyo personaje central se parece cada día más a Fidel Castro- hasta llegar a la “Fiesta del Chivo” de Mario Vargas Llosa. Algún día, un gran escritor escribirá una novela sobre Chávez, de eso no me cabe duda. Los novelistas han sido muchas veces los vengadores ocultos de la historia.

El siglo XX fue, al igual que el XlX, muy pródigo en la formación de gobiernos dictatoriales. No obstante, desde la segunda mitad del siglo, las dictaduras “clásicas” comienzan poco a poco a cambiar su carácter oligárquico del mismo modo que emerge un nuevo tipo de dictaduras que ya no son típicamente oligárquicas sino, de acuerdo al concepto que popularizó José Comblin, “dictaduras de seguridad nacional”.

2. En algunos casos, las dictaduras oligárquicas clásicas, sobre todo en América Central, agregaron a su naturaleza oligárquica originaria (Somoza, Trujillo) la función de la seguridad nacional anticomunista. Esa tendencia fue representada, por ejemplo, en el primer gobierno de Hugo Banzer en Bolivia (1971-1978) y en su forma más pura en la terrible pero breve dictadura de José Efraín Ríos Montt en Guatemala (1982-1983). En otros casos, sobre todo en el Cono Sur, apareció un nuevo tipo de dictaduras no esencialmente oligárquicas ni agraristas cuya función originaria fue detener “el avance del comunismo” en contra de frentes políticos sociales (Unidad Popular, Frente Amplio) que, de acuerdo a la doctrina kissengeriana, podían portar la posibilidad de una “segunda Cuba” que facilitara la entrada del imperio soviético en la región. Por esa razón tales dictaduras son también llamadas dictaduras de la Guerra Fría y dentro de ellas, las más emblemática fue la dictadura de Pinochet en Chile. Interesante es constatar que esas dictaduras –anticomunistas y modernizadoras a la vez- tuvieron lejanas precursoras en la Venezuela del “bolivariano” Marcos Pérez Jimenez (1952-1958) y en la Colombia de Gustavo Rojas Pinilla (1953-1957). Es por eso que la mirada del historiador debe considerar que aquello que en determinadas ocasiones aparece como un hecho aislado, puede ser el anuncio de un nuevo contexto histórico, del mismo modo que la aparición de una estrella errante puede ser el anuncio de una constelación todavía no divisada.

Muy interesante es constatar que, a diferencia de las dictaduras patriarcales y agraristas, las dictaduras de “seguridad nacional” se hicieron co-partícipes de proyectos empresariales cuyo objetivo era modernizar las economías nacionales, abriendo las fronteras económicas en un plan que después fue bautizado como “neo- liberal”, plan destinado a reemplazar la llamada “sustitución de importaciones” (de origen desarrollista y “cepalino”) por un proyecto basado en la “diversificación de las exportaciones”.

Los intentos más serios de modernización agroexportadora tuvieron lugar en el Brasil dictatorial de los años sesenta y setenta. Baste recordar que sociólogos de inspiración marxista como Fernando Henrique Cardoso, llegaron a hablarnos durante esos tiempos de una revolución “burguesa” que ante la ausencia de una burguesía clásica debía ser realizada por una “burguesía en uniforme”. Ruy Mauro Marini –siguiendo los esquemas de André Günder Frank- fue más lejos que Cardoso al desarrollar la teoría del sub-imperialismo brasileño dirigido por un cuarto poder: el militar. En cualquier caso, el proyecto modernizador fue realizado hasta sus últimas y más radicales consecuencias durante la dictadura de Pinochet en Chile cuando comenzó a ponerse en práctica el plan “felino” de tipo asiático que hoy emprenden con energía países como Perú. No tanto éxito tuvieron los militares argentinos quienes se vieron enfrentados a corporaciones agrarias e industriales, incluso sindicales que no pudieron jamás domesticar.

Por último, cabe recordar que a diferencia de la versión “izquierdista” que asigna a estas dictaduras el simple papel de autómatas de los EE UU, ellas gozaron de una autonomía relativa que se expresó incluso en enfrentamientos políticos con los EE UU como ocurrió con la dictadura chilena durante el periodo Carter. Del mismo modo, no está de más recordar que la dictadura del general Videla recibió el apoyo económico y político de la URSS, documentado en textos de la Revista Internacional, donde se diferenciaba el “fascismo pinochetista” del “progresismo nacionalista” de los militares argentinos. La historia, en fin, es y será más compleja que la historiografía.

3. En un tercer lugar tenemos que referirnos a las dictaduras militares de tipo populista a las que en otras ocasiones he mencionado bajo el concepto de dictaduras nacionalistas- sociales (a fin de diferenciarlas del nacional- socialismo de tipo europeo). Al hacer esta referencia imagino que más de algún lector ha pensado inmediatamente en el gobierno militar de Hugo Chávez. Es por eso que es importante, antes que nada, destacar que el gobierno de Chávez está lejos de ser único en su especie.

En cierto modo, el gobierno militar chavista representa la cristalización de una tendencia que ha acompañado, de modo latente, después de modo manifiesto, la historia de la modernidad latinoamericana. O para decirlo de otro modo: así como la dictadura militar oligárquica corresponde a una alianza entre militares y sectores terratenientes; o así como la dictadura de seguridad nacional realizó en algunos países una alianza con un nuevo sector empresarial exportador, la dictadura militar populista conoce tres momentos. El primer momento se caracteriza por una alianza entre el ejército y masas urbanas y agrarias emergentes, alianza en la cual el Estado militar ocupa el lugar de la absoluta hegemonía. El segundo momento se caracteriza por la autonomización del Estado militar con respecto a las bases populares que le sirvieron de base. El tercer momento, que es el dictatorial propiamente tal, se caracteriza por la autonomización del caudillo y su camarilla con respecto al propio Ejército. Está de más decir que el gobierno de Chávez se encuentra viviendo ese tercer momento que, bajo ciertas condiciones, podría ser su momento terminal.

El gobierno militar de Chávez representa, en efecto, el entrecruce de dos líneas. Una es la línea populista, la otra es la militarista. Desde comienzos del siglo XX dichas líneas tendieron cada cierto tiempo a juntarse. Momentos efímeros fueron, por ejemplo, el primer gobierno militar- popular de Fulgencio Batista, que contó con la participación del Partido Comunista de Cuba (1940-1944). Dichos momentos aparentemente fortuitos emergieron después fugazmente en la guerra civil de la república Dominicana en torno al general Francisco Caamaño (1965) o en la Bolivia de Juan José Torres (1970-1971). Pero sin duda, los gobiernos que mejor anunciaron el momento chavista -si se quiere, los grandes profetas del mesianismo político de Chávez- fueron el de Juan Francisco Velasco Alvarado en Perú (1968-1975), el de Omar Torrijos en Panamá (1969-1981), y aunque parezca extraño, el de Alberto Fujimori (1990-2000), otra vez en Perú. En todos esos gobiernos -habría que agregar el de Manuel Antonio Noriega durante sus primeros tiempos (1983-1989) y el mal realizado proyecto de Lucio Gutiérrez en Ecuador (2002-2005)- se anunciaba la utopía de la dictadura militar populista que hoy está cristalizando en Venezuela y, en parte, en sus “satélites” del ALBA..

Extrañará tal vez que no ubique a la dictadura castrista como precursora del militarismo- populista. La verdad es que la dictadura castrista, quizás por su larguísima duración, es un caso especial de “camaleonismo tipológico”. Emergida de una revolución democrática (antidictatorial) pasó, gracias a su entrega al imperio soviético, a convertirse en la primera dictadura de tipo estalinista del continente. Después de la (auto) destrucción del imperio soviético, adquiere los rasgos típicos de una dictadura socialista-nacional. Eso no impide que Fidel Castro como gobernante mantenga muchos rasgos típicos de los dictadores patriarcales y agraristas del siglo XlX.

El “aporte” exclusivo chavista reside en haber unido el destino de su gobierno con la dictadura militar socialista-nacional de los hermanos Castro, dotar a su jefatura de un rudimentario sistema ideológico de dominación (castro-marxismo), utilizar un sistema electoral controlado desde el gobierno (dictadura híbrida, o electoralista), ejecutar “golpes desde el Estado” en las zonas que lo adversan, y formar un conglomerado internacional expansionista a través del ALBA, cuya hegemonía reside en el eje Habana-Caracas. Pero hay algo más todavía: el militarismo chavista –y esto es lo que lo diferencia de gobiernos dictatoriales del pasado reciente como el de Fujimori- ha intentado integrar bajo su hegemonía los residuos de la segunda dimensión de la historia política latinoamericana a la que hemos llamado, dimensión “revolucionaria”, dimensión que analizaremos en un próximo artículo y que no es sino la forma principal que paradójicamente adquiere la contrarevolución militarista y antidemocrática de nuestro tiempo."

Autor: Dr. Fernando Mires.
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Plan secreto para legitimar a Raul Castro


Segun el cronista Hubert Matus Araluce,quien vive en Costa Rica, detrás de los desmanes del presidente derrocado en Honduras se escondía un plan para la legitimación de Raul Castro En Cuba.

Señala el articulista:



"Un inesperado acontecimiento político en Honduras trajo a la superficie realidades ocultas y puso en relieve verdades convenientemente pasadas por alto. En Honduras el incipiente imperialismo brasileño sacó sus garras. Hugo Chávez demostró hasta dónde puede llegar. José Miguel Insulza hizo encallar a la OEA. La política latinoamericana mostró su incoherencia y hasta la paloma de Obama perdió algunas plumas. En Honduras naufragó el plan secreto para legitimar a Raúl Castro en Cuba.

Pocos en la región hubieran imaginado que detrás del presidente brasileño había otro personaje esperando su turno. Lula da Silva sorprendió con sus contradicciones. Reclamó con prepotencia el regreso de Zelaya a la presidencia para salvar la democracia en Honduras, mientras llenaba de abrazos y cordialidades a sus entrañables amigos, el dictador de Cuba y su hermano Raúl. Con similar deferencia es aliado de la teocracia iraní, que acaba de robar una elección reconocida como legítima por Lula da Silva. Irán es promotor del terrorismo internacional, su régimen reprimió con brutalidad a quienes protestaron por el robo de la elección y trató con increíble crueldad a quienes fueron arrestados. Lula no está por la democracia en Honduras ni por la tiranía en Cuba o en Irán. Lula está por lo que cree que le conviene a Brasil en su camino a la hegemonía regional. El imperialismo brasileño ya enseñó sus uñas; hispanoamericanos, tomemos nota.

A Hugo Chávez le faltó todo lo que le sobró a Micheletti. El venezolano demostró que con petrodólares no pueden comprarse ni inteligencia ni coraje. Con ambas cosas hay que nacer. La estrategia del castro-chavismo en Honduras fue primitiva, insolente y estúpida.

José Miguel Insulza demostró que no se pude servir a dos amos, el ALBA y la OEA. En una entrevista inmediatamente después de la expulsión de Zelaya, declaró a CNN que sobre el caso de Honduras lo único que podía hacer la OEA era una denuncia moral. Pero inmediatamente después de encontrarse en Managua con el cuate de Hugo Chávez, se lanzó como un miura contra la clase política hondureña. Con amenazas, prepotencia y promesas incumplidas, Insulza ha escrito una triste página en la historia del organismo regional.

Los sucesos en Honduras descarrilaron el plan secreto para legitimar el poder de Raúl Castro en Cuba, en el cual la diplomacia brasileña y la venezolana trabajaron intensamente. El objetivo era que Latinoamérica, con el respaldo del gobierno español, presentara a Obama un frente unido apoyando a Raúl Castro en Cuba, con el argumento de que una transición ya estaba en marcha y que requería de la dirección de Raúl para garantizar la estabilidad del proceso. Presionado por la comunidad internacional, pues España se haría cargo de convencer a la Unión Europea, el presidente estadounidense suspendería incondicionalmente el embargo. Como compensación, el capital estadounidense entraría en Cuba con inversiones que le permitirían una buena tajada de la economía cubana.

El primer paso consistía en el levantamiento de las sanciones a la dictadura castrista. Así sucedió por decisión unánime de las naciones latinoamericanas en Tegucigalpa a principios de junio. No fue un hecho aislado ni fortuito. Con toda intención, ni uno solo de los presidentes latinoamericanos mencionó la falta de un estado de derecho en Cuba. Con anterioridad presidentes latinoamericanos habían viajado a Cuba a saludar al convaleciente Fidel Castro y a su escogido sucesor Raúl. Persuadida por Brasil, Costa Rica había anunciado su decisión de restablecer relaciones diplomáticas con Cuba tres meses antes. Arias alegó la existencia de nuevas realidades. El Departamento de Estado en Washington no era ajeno ni se opuso a estas maniobras.

El Secretario General fue entrevistado por CNN inmediatamente después de que la OEA levantó las sanciones a la dictadura castrista, abriendo la puerta a un ingreso a la OEA por iniciativa de Raúl, después de la muerte de Fidel. En esa entrevista Insulza anunció eufórico que estaba seguro de que hasta el embargo estadounidense también se levantaría, e insinuó que, en el caso de Cuba, la OEA podría ser flexible en la interpretación de la Carta Democrática. Con toda razón, la Carta Democrática jamás se ha usado para defender la democracia en Venezuela. ¿Por qué aplicarla en Cuba?

Menos de 30 días después, Manuel Zelaya perdía la presidencia y la democracia se pondría inusitadamente de moda en la OEA y en la ONU. La presión de Hugo Chávez a Insulza fue decisiva. Nadie en este continente, ni fuera de él, quiso perder la ocasión de redimirse. Honduras les daba la oportunidad de lavarse el pecado de haber guardado un silencio cómplice, y en otros casos cobarde, ante el estrangulamiento de la democracia en Venezuela.

La consecuencia no calculada fue que, al resaltar la virginidad democrática de cada uno de los enemigos del “golpe de estado”, y al utilizar todo tipo de sanciones contra quienes sacaron a Zelaya del poder, convencidos de que podrían doblegar a Roberto Micheletti y su gobierno, el esquema para colar por la puerta de atrás al nuevo dictador castrista en la OEA se ha convertido en una tarea casi imposible. Después de Honduras y su aislamiento internacional, para ingresar en el organismo regional Raúl Castro tendría que hacer en Cuba elecciones debidamente supervisadas por todos sus miembros, incluyendo los Estados Unidos.

En Honduras ha triunfado el derecho del pueblo a escoger a su gobernante, que era en esta crisis lo prioritario, en lugar de encasquillarse amedrentando y humillando a la mayoría del pueblo y a sus representantes, culpándolos por errores y exigiéndoles acciones que ninguno de los actores internacionales exige a los Castro y a Hugo Chávez, transgresores brutales de los derechos humanos y la democracia en este continente. En Honduras los grandes perdedores han sido la hipocresía y la demagogia latinoamericana, y se descarriló el plan para legitimar el fraude raulista. La OEA ha sufrido una innecesaria pero merecida lección y la paloma de Obama tendrá que aprender a volar menos errática y con menos plumas."

Publicado por Huber Matos Araluce en 12:16 | Etiquetas: Honduras

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martes, 24 de noviembre de 2009

LA AMENAZA DEL CAMBIO CLIMATICO


Todas las voces deben escucharse,no solo las de las naciones con poder.. afirma la organización avaaz:


"A sólo semanas de la cumbre climática más importante de la Historia, los líderes están dando marcha atrás con sus promesas de lograr un acuerdo que detenga las catastróficas consecuencias del cambio climático.

Si fracasan, no sólo significará menos nieve en las pistas de esquí. Millones de familias en África verán sus tierras convertirse en polvo a medida que el desierto avanza; en Asia habrá muchas más victimas mortales a causa del agravamiento de las inundaciones y tormentas; y los pequeños Estados insulares se verán amenazados por la subida del nivel de los mares. Todo esto en dentro de los próximos 10-15 años.

En cuestiones de cambio climático uno puede perderse en las estadísticas. Pero en los momentos más críticos, son las voces con autoridad moral las que pueden hacerse oír en medio del ruido.

Es por ello que Avaaz está llevando a cabo este nuevo esfuerzo para fortalecer la capacidad de los equipos de negociación de las islas vulnerables, como Nauru y Palau, en la Cumbre sobre el clima en Copenhague. Apoyaremos también sus mensajes a través de numerosas actividades de promoción in situ para lograr un acuerdo ambicioso. Incluso una contribución de sólo 15 U$D (10 Euros) puede cubrir los carteles y las fotocopias para una conferencia de prensa. Se van a necesitar también pasajes de avión, manutención y materiales de capacitación ... por favor colabora con lo que esté a tu alcance:

https://secure.avaaz.org/es/their_voices_must_be_heard

Sabemos del poder de aquellas voces que están en la línea de fuego contra el cambio climático. En la cumbre del clima en Bali hace dos años, un poderoso discurso del negociador de Papua Nueva Guinea contribuyó a que los EE.UU. cediesen, logrando así salir del estancamiento y rescatando, en el último minuto, las conversaciones de un colapso seguro. Los Estados insulares han venido liderando al mundo, exigiendo medidas audaces ante la timidez de muchos otros.

El problema es que Europa, Canadá y los EE.UU. suelen enviar decenas de negociadores y personal de apoyo a estas cumbres, mientras que la mayoría de los pequeños Estados insulares tienen incluso problemas para enviar más de dos o tres delegados. Múltiples negociaciones suceden simultáneamente. Literalmente, los paises con delegaciones pequeñas no tiene ningún asiento en la mesas en las que se toman las decisiones que determinarán su supervivencia.

Los impactos climáticos que afectan a esta islas primero, un día nos golpearán a todos nosotros. Necesitamos oir las voces de los líderes de estas islas en Copenhague. Si cada uno de nosotros dona, incluso una pequeña cantidad, podemos ayudar a garantizar que serán escuchados en la negociaciones sobre el clima y en todo el mundo. Pongamos nuestro grano de arena:

https://secure.avaaz.org/es/their_voices_must_be_heard

Ha llegado el momento de estar junto a nuestros hermanos y hermanas en la vanguardia contra el cambio climático. Su lucha y su destino son también los nuestros.

Con esperanza,

Ben, Taren, Iain, Sam, Ricken, Alice, Milena, Paula, Luis, Julius y todo el equipo de Avaaz

PD: Hemos apoyado a los Estados insulares antes. El año pasado, más de 150.000 de nosotros firmamos una petición en apoyo de una resolución de la ONU, que exigía que el cambio climático por fin fuese reconocido como una amenaza a la paz y a la seguridad internacional. Embajadores de los Estados-Isla entregaron la petición, y Naciones Unidas aprobó la resolución. Ahora, tenemos la oportunidad de ayudar una vez más.

Haz clic abajo para mostrar tu solidaridad con aquellos que serán los primeros y más afectados por el cambio climático:
https://secure.avaaz.org/es/their_voices_must_be_heard

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jueves, 19 de noviembre de 2009

HONDURAS: quien tiene la razon…?

La pregunta gira no alrededor de : ¿Quien tiene la razón en torno a Honduras….?
No ,gira mas bien en torno a si Manuel Zelaya regresa o no regresa a su cargo de Presidente Constitucional de esa nación…?, asunto acerca del que, todos los días , encontramos artículos en contra y a favor.


Para los centroamericanos tomar partido por el punto de vista A o por el punto de vista B , ya es francamente intrascendente, toda vez que el proceso electoral interno esta ad portas y la presencia de Zelaya refugiado en la Embajada de Brasil carece de interés, salvo por muchos sucesos anecdóticos a su alrededor.

La alimentación de los medios de información –cada vez menos interesados en el punto- proviene de fuentes interesadas directamente en :
a) Implantar un sistema que algunos llaman Socialismo Bolivariano del Siglo XXI y cuyo líder, guía, inspirador ,entrenador, acusador y patrocinador vociferante es el Presidente de Venezuela :el militar Hugo Chávez Frías.

b) Rechazar el sistema anterior por razones diversas que van desde mantener el “statuo quo” en Honduras, hasta implantar o continuar allí regímenes de distinto signo ideológico ( excepto nada que se parezca al sostenido por Chávez Frías) aunque nadie reivindique su interés en el asunto, que parece ser huérfano de padre o padrino político ,incluido EUA que un día esta cerca y otro lejos de lo que sucede allí.

Hoy ,rebuscando en Internet, me he encontrado cuatro artículos (dos a favor de Zelaya y dos en contra) que publico sin mas introducción.

En ellos se puede observar como la polarización es un hecho indiscutible que impide la reflexión exenta de ideologismo , aspecto que enmascara el problema real y por ende impide una solución justa, aunque en el asunto se encuentren envueltas muchas instancias de “acción” internacional, todas empantanadas a causa de la férrea oposición del gobierno de facto que para algunos no lo es ,pues lo único que fue de facto fue la “sacada” del Palacio Presidencial de Zelaya en junio de este año en paños menores y su depósito en el Aeropuerto Internacional de Costa Rica.


A FAVOR DE ZELAYA

1.- “La Internacional Socialista está “profundamente preocupada” por la situación de Honduras, donde el próximo 29 de noviembre están previstas las elecciones sin haber restituido en el poder al presidente Manuel Zelaya, dijo hoy en Santo Domingo el secretario general de la organización, Luis Ayala.
El político chileno se preguntó “cuál será la legitimidad” y hasta qué punto serán justas esas elecciones si no se ha puesto en marcha el acuerdo que se había alcanzado, y recordó que la discusión sobre el retorno de Zelaya a la Presidencia no tendrá lugar hasta el 2 de diciembre.
Ayala hizo estas declaraciones en una conferencia de prensa para explicar los detalles de la celebración del Consejo de la Internacional Socialista, cuyas sesiones plenarias tendrán lugar el lunes y martes de la próxima semana en la capital caribeña.
Avanzó que los socialdemócratas abordarán este asunto durante las sesiones del consejo y destacó la importancia del compromiso de los organismos internacionales en favor de Honduras “para que todos (los países) agarren el mensaje”.
“Aquí tenemos el lunes la gran oportunidad como Internacional de expresar esa voluntad de perseverar en ese compromiso con la democracia”, apostilló.
Ayala subrayó la urgencia del restablecimiento “del marco democrático, institucional y legal” en el país centroamericano e insistió en que “hay que perseverar” sin ceder al desaliento “porque la causa es justa y la gente en Honduras espera la democracia”.
Fuente: (EFE).-Fecha: Santo Domingo, 19 nov.

2.- “ El Gobierno Constitucional de la República de Honduras, ante la flagrante violación por parte del régimen de facto de los compromisos pactados en el Acuerdo Tegucigalpa/San José del pasado 30 de octubre, condena la pretensión de instalar unilateralmente un «Gobierno de Unidad y Reconciliación Nacional», presidido por el propio jefe de facto Roberto Micheletti, burlando así la buena fe de la actuación del Presidente Zelaya y de la Comunidad internacional.
El régimen golpista, en una clara estrategia de sistemáticas dilatorias y subterfugios, en connivencia con la Junta Directiva del Congreso Nacional se han negado a convocar al pleno del Congreso Nacional, que debía reunirse con el fin de emitir un decreto legislativo retrotrayendo la titularidad del Poder Ejecutivo a su estado previo al 28 de junio de 2009, que da como resultado el restablecimiento del orden democrático y la restitución inmediata del Presidente José Manuel Zelaya (Numeral 5 del Acuerdo), y así allanar el camino para la organización de un Gobierno de Unidad y Reconciliación Nacional (numeral 1) que, en el marco de lo que dispone nuestra Constitución y las leyes de Honduras, corresponde instalarlo y presidirlo al Presidente Constitucional Electo por el Pueblo.
El incumplimiento del régimen de facto, es la expresión manifiesta del desconocimiento de las resoluciones previas de las Naciones Unidas, la Organización de Estados Americanos y de otros organismos multilaterales de la región, y amenaza con profundizar aún más la crisis política y de represión contra el pueblo hondureño que continúa en forma pacífica exigiendo el respeto a su democracia.
En tales circunstancias, el proceso electoral se vuelve inviable e ilegítimo, ya que no existen las condiciones mínimas que aseguren a los ciudadanos el ejercicio del derecho universal al sufragio en forma directa, secreta y libre de coacción o amenaza alguna. De igual manera no existen garantías para la participación de las diversas fuerzas políticas en igualdad de oportunidades, debido a la ausencia de libertades públicas y de garantías democráticas; el clima de violencia e inseguridad; la violación constante y sistemática de los derechos humanos y la represión ejercida por militares, policías y demás miembros del régimen golpista.
El Presidente Zelaya aceptó de buena fe firmar el Acuerdo de Tegucigalpa/San José para que, en el espíritu de los puntos de la propuesta del Acuerdo de San José, se restablezca la convivencia ciudadana y se asegure un clima apropiado para la gobernabilidad y sostenimiento del sistema democrático en nuestro país.
En consecuencia, el Gobierno Constitucional de la República de Honduras hace un llamado urgente a la Comunidad Internacional, para que mediante los diversos espacios regionales y subregionales, nos apoye en:
1. Condenar esta nueva acción arbitraria emprendida por el régimen de facto en contra de la restitución del Presidente Constitucional de Honduras, José Manuel Zelaya, el restablecimiento de la democracia, de la unidad y reconciliación entre hondureños, y la reincorporación de Honduras al lugar que le pertenece en el concierto de la comunidad internacional.
2. Desconocer bajo estas circunstancias el proceso electoral y sus resultados, y suspender todo apoyo técnico y financiero a dicho proceso, mediante el cual el régimen de facto pretende legitimar el golpe de Estado, la violación masiva de los Derechos Humanos del pueblo hondureño y de los instrumentos de derecho internacional que hemos ratificado.
3. Ampliar las medidas de presión y sanciones diplomáticas, migratorias, económicas, comerciales y militares, según corresponda, contra el régimen de facto y los responsables del Golpe de Estado Militar en Honduras.
4. Implementar los instrumentos que el Derecho Internacional dispone, con el fin de garantizar el respeto de los Derechos Humanos, el restablecimiento de las garantías constitucionales y de las libertades públicas, el cese de los actos de violencia contra el personal diplomático de la Embajada de Brasil en Tegucigalpa, así como también el respeto a la seguridad e integridad del Presidente Constitucional de Honduras, José Manuel Zelaya Rosales, su esposa Doña Xiomara Castro de Zelaya y todas las personas que le acompañan en la sede diplomática de la hermana República de Brasil.
5. Dar seguimiento a la grave crisis en Honduras, y respaldar las propuestas e iniciativas planteadas por el Presidente Constitucional de Honduras, José Manuel Zelaya Rosales, para lograr por medios pacíficos y democráticos la restauración del orden constitucional y el Estado de Derecho en Honduras.
El Gobierno Constitucional de Honduras, reconoce y reitera su profundo agradecimiento a la Comunidad Internacional por la firmeza y dignidad de sus esfuerzos a favor de la paz y la democracia en nuestro país, y por las manifestaciones de solidaridad que quedarán inscritas en la noble historia de nuestro Pueblo”

Tomado de: . www.ecoportal.net
Fuente: Portal Oficial del Gobierno legitimo de Honduras - http://www.gob-hn.net/presidencia/ , Fecha 19 Noviembre 2009



EN CONTRA DE ZELAYA:
1.- “A propósito de los sucesos acaecidos el 28 de Junio en Tegucigalpa (Honduras), el 30 de Junio, dos días después afirmábamos en un comunicado público: “La preocupante crisis de identidad que afecta a las instituciones, fruto del creciente relativismo que se impone hoy como una moda obligante, nos conduce irremediablemente a perderle el respeto a la verdad, a no buscar el pleno conocimiento de la realidad antes de emitir cualquier opinión, especialmente cuando ella puede afectar a pueblos enteros. Lamentablemente es la situación que surge del “caso hondureño”, un pueblo que sufre uno de los índices más agudos de pobreza, miseria y exclusión social en Latinoamérica, acompañado de una profunda crisis de identidad en su dirigencia, donde la corrupción y la manipulación política han logrado por su persistencia, transformarse en hábitos lamentablemente aceptados.
El Sr. Zelaya no escapa a esta consideración, pero fue más allá, intentó violar un precepto aceptado hasta el presente por sus colegas de la clase política: la alternabilidad en el usufructo de los beneficios del poder. Para ello, y traicionando sus orígenes de gran terrateniente y capitalista, asumió el discurso revolucionario de moda, reivindicando las necesidades populares que en ningún momento de su mandato intentó solucionar, en la seguridad de contar con el apoyo de los petrodólares venezolanos, que tampoco se están usando para solucionar los graves problemas de la nación fundada por Bolívar”.
Unos pocos días después, el 8 de Julio afirmábamos: “La verdad tiene su precio. Para quienes no pueden o no la quieren ver, el precio tiene varias direcciones: el aprender de los errores reconociendo el haberse equivocado (algo lamentablemente muy raro y honroso cuando se trata de la clase dirigente, especialmente política); sepultarse para siempre en la mentira; ó responder y reprimir con la violencia (que es el derecho de las bestias) cuando no se aceptan las diferencias. Esta última actitud es habitual en enfermos mentales o morales, que creen poseer toda la verdad y han trocado (en el caso de algunos gobernantes) la dimensión de servicio que tiene su cargo por la genérica utilización de cualquier método para autojustificar su egolatría, llegando incluso a amenazar o intentar eliminar a sus adversarios, considerándolos enemigos”.
Más allá de la responsabilidad de los militares hondureños en la expulsión del Sr. Zelaya y mucho más lejos del diálogo de sordos con la OEA y al interior de Honduras, hoy nos encontramos con dos informaciones por demás importantes que permiten comprender gran parte de lo sucedido.
En primer lugar las declaraciones del Dr. Robert J. Wood, asesor y consultor en derecho internacional de la ONU, contratado por la Secretaría General a través del Departamento de Asuntos Políticos para elaborar un informe técnico-jurídico y no político, sobre lo sucedido en Honduras antes, durante y después del 28 de Junio. Según el citado informe se produjo una “natural sustitución del funcionario Presidente de la República, por decisión de la Corte Suprema de Justicia en correcta aplicación de la Carta Constitucional”. Además el citado informe cuestiona la actitud del Presidente de la ONU en ese momento (el Padre Miguel D´Escoto) que violó gravemente el Artículo 2, numeral 7 de las Naciones Unidas, principio de jurisdicción doméstica que garantiza el respeto de las Naciones Unidas a los Estados Miembros.
En segundo lugar un informe del 2 de Octubre de la Dra. Virginia Contreras, ex Embajadora de Venezuela ante la OEA, donde se demuestra la existencia de petróleo en la plataforma continental caribeña de Honduras, así como las negociaciones que el ex Presidente Zelaya venía realizando con los Gobiernos de Brasil y de Venezuela. La citada diplomática cita informes de una misión de expertos rusos del año 1999, y de la Comisión Especial de Petrobras del año 2005, así como declaraciones de la Ministra brasileña Patricia Panting. De la misma forma cita acuerdos específicos del Gobierno Zelaya con la empresa estatal venezolana PDVSA. Esto explica con elocuencia porque el Sr. Zelaya se refugió en la Embajada del Brasil, y las amenazas de invasión que reitera el Presidente Chávez.
“Quiéranlo reconocer o no, las elecciones presidenciales del mes de noviembre en Honduras marcarán el final de un tiempo en esa pequeña nación centroamericana. Zelaya lo sabe, como también lo saben los Presidentes Hugo Chávez y Lula Da Silva…Las actitudes asumidas por la mayoría de los gobiernos no sólo no han contribuido a solucionar la crisis en Honduras, sino que la han empeorado al intentar acorralar a los hondureños de forma innecesaria e inhumana” termina afirmando la diplomática.
Para nosotros, el caso hondureño se ha transformado en un caso emblemático y determinante en el futuro de América Latina. Un pueblo mayoritariamente dispuesto a defender su nación contra una estrategia hegemonista y antidemocrática. Un pueblo que con valentía enfrenta a los máximos organismos internacionales y a todos los gobiernos de Latinoamérica, denunciando el cinismo y la mentira. Un pueblo que con personalidad le dice al Gobierno de los Estados Unidos que está equivocado y no debe inmiscuirse en sus problemas. Un pueblo que defiende su legítimo y fundamental derecho a decidir su destino en las próximas elecciones. Un pueblo pobre y con coraje que está dando un ejemplo histórico a todos los latinoamericanos.
Recientemente en Madrid, el Diputado Carlos Kattan, Presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores del Congreso de Honduras afirmó que su país “nacerá de nuevo, convencido que la verdad saldrá a relucir, pues las mentiras corren pero la verdad las alcanza”. Nada más cierto que eso ”

Autor: Luis Enrique Marius- Director General del CELADIC
Fuente: Catolica Net , Caracas , Fecha: 23 Octubre 2009.-

2.- “Las ultimas declaraciones del presidente depuesto Manuel Zelaya, hijo del asesino de once dirigentes campesinos y tres sacerdotes en la conocida masacre de Olancho en 1975, hoy denunciado como traidor por varias organizaciones llamadas de izquierda en Honduras, crean las condiciones para que los Gobiernos de Latinoamérica y de todo el mundo, así como los organismos internacionales involucrados, se desentiendan del “problema hondureño”, no reclamen más su retorno a la Presidencia de Honduras, estén dispuestos a reconocer las decisiones del pueblo hondureño en las próximas elecciones, y fundamentalmente, se ahorren las disculpas por el error cometido.
Desde el 30 de Junio cuando en nuestro primer artículo exigíamos el respeto a la verdad de los hechos, no abandonamos la denuncia del grave error cometido por la denominada comunidad internacional, que poco tiene de comunidad, a la hora de buscar y defender la verdad.
En estos cuatro meses y medio nos hicimos varias preguntas y no recibimos ninguna respuesta: ¿No es que todos estamos obligados a conocer y respetar la verdad.? ¿No es acaso que los gobiernos y organismos internacionales deben conocer los hechos, para intentar solucionar los conflictos y luego tomar las posiciones que sean necesarias.? ¿Para qué están los Embajadores.? ¿Es aceptable que primero se tomen posiciones y se intente imponerlas, antes que escuchar y verificar la verdad.? ¿Qué tipo de intereses son los que deben primar en el campo internacional: los particulares o los de los pueblos.?
Hoy podemos afirmar que los principales perdedores en todo este “problema hondureño” es la estrategia del ALBA (pensada desde La Habana y ejecutada y financiada desde Venezuela), es la OEA y especialmente su Secretario General, es el Presidente Obama con sus vacilaciones, es la Comunidad Europea por acompañar posiciones sin verificarlas, son todos los que directamente o por el silencio condenaron a la Conferencia Episcopal Hondureña y al Cardenal Oscar Rodríguez, son todos los que no entienden que en Latinoamérica estamos ante un gran vacío de pensamiento y de propuestas y que se intenta llenar con una “hibridocracia” que utilizando la tradicional mascarada democrática, esconde lamentables intenciones totalitarias, y nuevas formas de sometimiento para nuestros pueblos.
Para el pueblo hondureño nada será fácil a partir de las próximas elecciones, pero tampoco le ha sido fácil hasta el presente. Con Mel Zelaya se cierra una triste historia de fracasos de una clase dirigente que ha utilizado el poder para beneficio personal. Conductores sin conducta que no supieron escuchar los lamentos del pueblo catracho. El gran error de Zelaya fue de intentar romper una regla de juego clave en su clase dirigente: “no compartir el beneficio del poder”. Deseamos vivamente que se haya aprendido la lección y podamos construir una Honduras para todos los hondureños.
Para la clase dirigente latinoamericana, nuestra aspiración de que la “lección de Honduras” sirva para saber escuchar antes de hablar, de pensar antes que actuar, de no claudicar ante imposiciones o intereses personales ó estrategias extrañas a nuestros pueblos aunque vengan financiadas con “petrodólares”. La indispensable “Comunidad Latinoamericana de Naciones” debe construirse sobre la verdad, fundada sobre nuestra identidad cultural, y en función de los intereses de las grandes mayorías de nuestros pueblos.
Por ello, nuestros esfuerzos en impulsar “Un Modelo alternativo de Desarrollo Humano Integral”, donde la promoción y desarrollo de la persona y el trabajo humanos sean el objetivo central y urgente de todos” .

Autor: Luis Enrique Marius- Director General del CELADIC
Fuente: Cronica Viva, Peru


COROLARIO:
Tal parece que se llevaran a cabo las elecciones en Honduras,que Zelaya debe buscar un lugar mas comodo para dormir ,pues el sofa de la Embajada de Brasil ya debe estar "hundido" , que deberá buscar nuevos amigos dispuestos a quedarse alrededor del sofa por mucho tiempo,pues los que allí estaban lo han abandonado, que el sombrero emblemático podria terminar en alguna subasta ,aquellas en donde los ricos compran las medias de Michael Jackson, los calzoncillos de Elvis Presley o los fustanes de Marilyn Monroe...
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miércoles, 18 de noviembre de 2009

TEORIA DE LAS VENTANAS ROTAS

Presentación.- En Costa Rica nos hayamos inmersos en tres procesos, cada uno en su nivel ,cada uno con su propia dinámica. Uno es el proceso de escalada de la violencia, la inseguridad, la criminalidad que con su presencia distorsionadora de la convivencia social todo lo confunde. Otro es el proceso de empobrecimiento, de pauperización de las clases marginadas por defecto ,al que se suma –como coadyuvante- el del aumento desmedido de emigrantes carentes de todo , porque la política tradicional de “asilo” que ha distinguido a este país se ha salido de las manos, por permisividad del Estado. Finalmente el otro proceso es el electoral, que se efectúa cada cuatro años, pues en febrero debemos elegir un nuevo gobierno (Ejecutivo) , nueva Asamblea Legislativa y representantes en las municipalidades (81 cantones ).

En ese estado de cosas que crea en un país pequeño, apacible, confiado y con sus nortes y esperanzas a punto de perderse, creandose un verdadero caos en todos los ordenes de la vida social, hay otro proceso que subyace en el fondo de los anteriores: la pérdida de los valores tradicionales ,que se acompaña de la aparición de la corrupción que se va generalizando en todos los ordenes de la vida tanto privada como social.

En tales circunstancias los partidos políticos han hecho-cada uno dentro de sus acotaciones ideológicas (que ya de por si todo lo distorsionan) sus propios planteos que comienzan a salir a la luz publica de cómo irán a hacer para rescatar el país de los procesos de inseguridad ,que es el que mas llama la atención en época electoral, que es tiempo de promesas ubérrimas ,aunque no sean realistas ni realizables ,pero que pueden aportar votos en las urnas… .

En tales circunstancias el estudioso Dr. Walter Rubén Hernández ha publicado un articulo que rescato y refuerzo ,porque trata del tema tal y como fuera percibido en USA hace ya varios años y que actualmente recibe el nombre de
“Teoría de las Ventanas Rotas” ,la que ha servido de planteamiento de proa para enfrentar la violencia en varias ciudades norteamericanas y que le diera tanta popularidad al ex alcalde Giuliani (cuya cara se hizo familiar cuando ocurre el atentado a las Torres Gemelas en New York) con su famosa práctica de “ tolerancia cero”.

Nos cuenta el Dr. Hernández Juárez:

“ En 1969 se efectuó un experimento dirigido por el psicólogo de la Universidad de Stanford, California, USA, Philip Zimbardo. El experimento consistió en abandonar un automóvil en una descuidada calle del Bronx, barrio populoso y con serios problemas sociales y un alto índice de delincuencia, de la ciudad de Nueva York, con las placas de matrícula arrancadas y las puertas sin seguro. Su objetivo era ver qué ocurría.
Y ocurrió algo. A los pocos minutos, empezaron a robar sus partes. A los tres días no quedaba nada de valor. Luego empezaron a destrozarlo.
El experimento tenía dos partes: la segunda fue abandonar otro automóvil, en parecidas condiciones, en un barrio rico de Palo Alto, California. No pasó nada. Durante una semana, el coche siguió intacto. Entonces, Zimbardo dio un paso más, y machacó algunas partes de la carrocería con un martillo. Esas abolladuras fueron la señal que los honrados ciudadanos de Palo Alto esperaban, al cabo de pocas horas el coche estaba tan destrozado como el del Bronx.

De este experimento se elaboró una teoría sobre el contagio de las conductas inmorales o antisociales.

Este experimento dio lugar a la teoría de las ventanas rotas, expuesta en 1982 y elaborada por James Wilson y George Kelling: "Consideren un edificio con una ventana rota. Si la ventana no se repara, los vándalos tenderán a romper unas cuantas ventanas más. Finalmente, quizás hasta irrumpan en el edificio, y si está abandonado, es posible que sea ocupado por ellos o que prendan fuegos adentro. O consideren una banqueta (o un lote baldío, o un parque mal cuidado). Se acumula algo de basura. Pronto, más basura se va acumulando. Eventualmente, la gente comienza a dejar bolsas de basura de todo tamaño o a asaltar coches."

¿Por qué? ¿Es divertido romper cristales?, puede ser. Pero, sobre todo, porque la ventana rota envía un mensaje: aquí no hay nadie que cuide esto, carece del sentido de pertenencia – bienes sin dolientes – la misma indolencia de la comunidad con los espacios públicos – es de todos pero no es de nadie...
Nuestras municipalidades conocen bien esta teoría. Si no es de un punto de vista académico, si lo es del punto de vista práctico, por ejemplo: cuando aparece un grafito en una pared, si no se borra pronto, toda la pared -y aún otras próximas- aparecen llenas de pintadas. De ahí la importancia de mantener siempre la ciudad limpia, las calles en orden, los jardines en buen estado...

La policía lo sabe, por eso considera importante atajar no sólo los grandes crímenes, sino también las pequeñas transgresiones.

El mensaje es claro: una vez que se empiezan a desobedecer las normas que mantienen el orden en una comunidad, tanto el orden como la comunidad empiezan a deteriorarse, a una velocidad sorprendente. Las conductas antisociales, incivilizadas, se contagian.

Las personas civilizadas se retraen o lo que es peor, involucionan, se “incivilizan” y contaminan, Wilson y Kelling lo explicaban así: "Muchos ciudadanos pensarán que el crimen, sobre todo el crimen violento, se multiplica, y consiguientemente modificarán su conducta. Usarán las calles con menos frecuencia y, cuando lo hagan, se mantendrán alejados de los otros, moviéndose rápidamente, sin mirarles ni hablarles. No querrán implicarse con ellos.

Para algunos, esa atomización creciente no será relevante, pero lo será para otros, que obtienen satisfacciones de esa relación con los demás. Para ellos, el barrio dejará de existir, excepto en lo que se refiere a algunos amigos fiables con los que estarán dispuestos a reunirse".

Una buena estrategia para prevenir el vandalismo, dicen los autores del libro, es arreglar los problemas cuando aún son pequeños. Reparar las ventanas rotas en un periodo de tiempo corto, la tendencia es que será menos probable que los vándalos rompan más ventanas o hagan más daños. Limpiar las bancas o lotes, frecuentemente y la tendencia será que la basura no se acumulará. Los problemas no se intensifican y se evita que los residentes huyan del vecindario. Entonces, la teoría hace dos hipótesis: que los crímenes menores y el comportamiento anti-social serán disminuidos, y que los crímenes de primer grado serán, como resultado, prevenidos.

Por lo tanto es necesario no tolerar, bajo ningún concepto, estas conductas, debiendo surgir primero una convicción interna, revisarnos que es lo que nos permitimos a nosotros mismos en privado y luego volcar esa convicción hacia lo colectivo. Surge así la estrategia de “tolerancia cero”.

En 1990, William J. Bartton, jefe del Departamento de Tránsito de la Ciudad de Nueva York, discípulo intelectual de George L. Kelling, implementó “tolerancia cero” a delitos menores, evasión de multas, métodos de procesamiento de arrestos más sencillos e investigación de antecedentes en cualquier persona arrestada. El alcalde Rudy Giuliani adoptó también esta medida, aún más firme, en Nueva York, desde 1993, bajo los programas de "tolerancia cero“ y "calidad de vida”. Giuliani hizo que la policía fuera más estricta con los rateros en el metro, detuvo a los que bebían y orinaban en la vía pública y a los "limpia parabrisas" que “exigían” el pago por el servicio. Las tasas de crímenes, menores y mayores, se redujeron significativamente y continuaron disminuyendo durante los siguientes 10 años.

En Albuquerque, Nuevo México, se obtuvo un resultado similar a finales de 1990 con el programa de Calles Seguras. Operando bajo la premisa de que la gente del Oeste de Estados Unidos utiliza los caminos de la misma manera que la gente de Nueva York utiliza el metro.

En estos casos, las posibles soluciones corresponden, por un lado al gobierno, quien debe tomar la decisión y ejecutarla, implementando el cuerpo legal necesario y la suficiente agilidad entre los diferentes operadores para que las soluciones no queden en papel y por otro lado, a los ciudadanos mismos, buscando recuperar las conductas cívicas y morales en la familia, en la empresa, en el club deportivo, en la ciudad, en los medios de comunicación, etc.

Emmanuel Kant (1724-1804), filósofo alemán, dio una regla muy útil: “actúa siempre de modo que tu conducta pueda ser considerada una regla universal”. ¿Le gustaría a usted que todos rompiesen los coches, pintasen las paredes, tiraran la basura, mintiesen, robasen, defraudasen o cosas peores? ¿No? Entonces hay conductas que no deben ser llevadas a cabo, aunque sean salvajemente agradables para muchos.
El cambio de actitud debe venir desde adentro, la comunidad no es un concepto abstracto, sino que esta conformado por individualidades reales, cada una de las cuales debe asumir la tolerancia cero o perder la sociedad y el ser humano, pues el ser humano solo se realiza como tal, viviendo en sociedad, al decir de Aristóteles, solo, el Hombre es una bestia o un Dios de sí mismo… pero no un Hombre “

Escrito por Walter Rubén Hernández Juárez alerces71@hotmail.com Miércoles 18 de Noviembre de 2009 07:10
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CONCLUSION:

Dado que el tema no se circunscribe solo a Costa Rica ,sino que es un problema mundial, con fuerte incidencia en América Latina, y puede interesar a mas personas, se incluye el articulo original que apareció en USA en el periódico The Atlantic Montly en el año 1982:



Broken Windows
(The police and neighborhood safety)


by James Q. Wilson and George L. Kelling

In the mid-l970s The State of New Jersey announced a "Safe and Clean Neighborhoods Program," designed to improve the quality of community life in twenty-eight cities. As part of that program, the state provided money to help cities take police officers out of their patrol cars and assign them to walking beats. The governor and other state officials were enthusiastic about using foot patrol as a way of cutting crime, but many police chiefs were skeptical. Foot patrol, in their eyes, had been pretty much discredited. It reduced the mobility of the police, who thus had difficulty responding to citizen calls for service, and it weakened headquarters control over patrol officers.
Many police officers also disliked foot patrol, but for different reasons: it was hard work, it kept them outside on cold, rainy nights, and it reduced their chances for making a "good pinch." In some departments, assigning officers to foot patrol had been used as a form of punishment. And academic experts on policing doubted that foot patrol would have any impact on crime rates; it was, in the opinion of most, little more than a sop to public opinion. But since the state was paying for it, the local authorities were willing to go along.
Five years after the program started, the Police Foundation, in Washington, D.C., published an evaluation of the foot-patrol project. Based on its analysis of a carefully controlled experiment carried out chiefly in Newark, the foundation concluded, to the surprise of hardly anyone, that foot patrol had not reduced crime rates. But residents of the foot patrolled neighborhoods seemed to feel more secure than persons in other areas, tended to believe that crime had been reduced, and seemed to take fewer steps to protect themselves from crime (staying at home with the doors locked, for example). Moreover, citizens in the foot-patrol areas had a more favorable opinion of the police than did those living elsewhere. And officers walking beats had higher morale, greater job satisfaction, and a more favorable attitude toward citizens in their neighborhoods than did officers assigned to patrol cars.
These findings may be taken as evidence that the skeptics were right- foot patrol has no effect on crime; it merely fools the citizens into thinking that they are safer. But in our view, and in the view of the authors of the Police Foundation study (of whom Kelling was one), the citizens of Newark were not fooled at all. They knew what the foot-patrol officers were doing, they knew it was different from what motorized officers do, and they knew that having officers walk beats did in fact make their neighborhoods safer.
But how can a neighborhood be "safer" when the crime rate has not gone down--in fact, may have gone up? Finding the answer requires first that we understand what most often frightens people in public places. Many citizens, of course, are primarily frightened by crime, especially crime involving a sudden, violent attack by a stranger. This risk is very real, in Newark as in many large cities. But we tend to overlook another source of fear--the fear of being bothered by disorderly people. Not violent people, nor, necessarily, criminals, but disreputable or obstreperous or unpredictable people: panhandlers, drunks, addicts, rowdy teenagers, prostitutes, loiterers, the mentally disturbed.
What foot-patrol officers did was to elevate, to the extent they could, the level of public order in these neighborhoods. Though the neighborhoods were predominantly black and the foot patrolmen were mostly white, this "order-maintenance" function of the police was performed to the general satisfaction of both parties.
One of us (Kelling) spent many hours walking with Newark foot-patrol officers to see how they defined "order" and what they did to maintain it. One beat was typical: a busy but dilapidated area in the heart of Newark, with many abandoned buildings, marginal shops (several of which prominently displayed knives and straight-edged razors in their windows), one large department store, and, most important, a train station and several major bus stops. Though the area was run-down, its streets were filled with people, because it was a major transportation center. The good order of this area was important not only to those who lived and worked there but also to many others, who had to move through it on their way home, to supermarkets, or to factories.
The people on the street were primarily black; the officer who walked the street was white. The people were made up of "regulars" and "strangers." Regulars included both "decent folk" and some drunks and derelicts who were always there but who "knew their place." Strangers were, well, strangers, and viewed suspiciously, sometimes apprehensively. The officer--call him Kelly--knew who the regulars were, and they knew him. As he saw his job, he was to keep an eye on strangers, and make certain that the disreputable regulars observed some informal but widely understood rules. Drunks and addicts could sit on the stoops, but could not lie down. People could drink on side streets, but not at the main intersection. Bottles had to be in paper bags. Talking to, bothering, or begging from people waiting at the bus stop was strictly forbidden. If a dispute erupted between a businessman and a customer, the businessman was assumed to be right, especially if the customer was a stranger. If a stranger loitered, Kelly would ask him if he had any means of support and what his business was; if he gave unsatisfactory answers, he was sent on his way. Persons who broke the informal rules, especially those who bothered people waiting at bus stops, were arrested for vagrancy. Noisy teenagers were told to keep quiet.
These rules were defined and enforced in collaboration with the "regulars" on the street. Another neighborhood might have different rules, but these, everybody understood, were the rules for this neighborhood. If someone violated them, the regulars not only turned to Kelly for help but also ridiculed the violator. Sometimes what Kelly did could be described as "enforcing the law," but just as often it involved taking informal or extralegal steps to help protect what the neighborhood had decided was the appropriate level of public order. Some of the things he did probably would not withstand a legal challenge.
A determined skeptic might acknowledge that a skilled foot-patrol officer can maintain order but still insist that this sort of "order" has little to do with the real sources of community fear--that is, with violent crime. To a degree, that is true. But two things must be borne in mind. First, outside observers should not assume that they know how much of the anxiety now endemic in many big-city neighborhoods stems from a fear of "real" crime and how much from a sense that the street is disorderly, a source of distasteful, worrisome encounters. The people of Newark, to judge from their behavior and their remarks to interviewers, apparently assign a high value to public order, and feel relieved and reassured when the police help them maintain that order.


Second, at the community level, disorder and crime are usually inextricably linked, in a kind of developmental sequence. Social psychologists and police officers tend to agree that if a window in a building is broken and is left unrepaired, all the rest of the windows will soon be broken. This is as true in nice neighborhoods as in rundown ones. Window-breaking does not necessarily occur on a large scale because some areas are inhabited by determined window-breakers whereas others are populated by window-lovers; rather, one unrepaired broken window is a signal that no one cares, and so breaking more windows costs nothing. (It has always been fun.)
Philip Zimbardo, a Stanford psychologist, reported in 1969 on some experiments testing the broken-window theory. He arranged to have an automobile without license plates parked with its hood up on a street in the Bronx and a comparable automobile on a street in Palo Alto, California. The car in the Bronx was attacked by "vandals" within ten minutes of its "abandonment." The first to arrive were a family--father, mother, and young son--who removed the radiator and battery. Within twenty-four hours, virtually everything of value had been removed. Then random destruction began--windows were smashed, parts torn off, upholstery ripped. Children began to use the car as a playground. Most of the adult "vandals" were well-dressed, apparently clean-cut whites. The car in Palo Alto sat untouched for more than a week. Then Zimbardo smashed part of it with a sledgehammer. Soon, passersby were joining in. Within a few hours, the car had been turned upside down and utterly destroyed. Again, the "vandals" appeared to be primarily respectable whites.
Untended property becomes fair game for people out for fun or plunder and even for people who ordinarily would not dream of doing such things and who probably consider themselves law-abiding. Because of the nature of community life in the Bronx--its anonymity, the frequency with which cars are abandoned and things are stolen or broken, the past experience of "no one caring"--vandalism begins much more quickly than it does in staid Palo Alto, where people have come to believe that private possessions are cared for, and that mischievous behavior is costly. But vandalism can occur anywhere once communal barriers--the sense of mutual regard and the obligations of civility--are lowered by actions that seem to signal that "no one cares."
We suggest that "untended" behavior also leads to the breakdown of community controls. A stable neighborhood of families who care for their homes, mind each other's children, and confidently frown on unwanted intruders can change, in a few years or even a few months, to an inhospitable and frightening jungle. A piece of property is abandoned, weeds grow up, a window is smashed. Adults stop scolding rowdy children; the children, emboldened, become more rowdy. Families move out, unattached adults move in. Teenagers gather in front of the corner store. The merchant asks them to move; they refuse. Fights occur. Litter accumulates. People start drinking in front of the grocery; in time, an inebriate slumps to the sidewalk and is allowed to sleep it off. Pedestrians are approached by panhandlers.
At this point it is not inevitable that serious crime will flourish or violent attacks on strangers will occur. But many residents will think that crime, especially violent crime, is on the rise, and they will modify their behavior accordingly. They will use the streets less often, and when on the streets will stay apart from their fellows, moving with averted eyes, silent lips, and hurried steps. "Don't get involved." For some residents, this growing atomization will matter little, because the neighborhood is not their "home" but "the place where they live." Their interests are elsewhere; they are cosmopolitans. But it will matter greatly to other people, whose lives derive meaning and satisfaction from local attachments rather than worldly involvement; for them, the neighborhood will cease to exist except for a few reliable friends whom they arrange to meet.
Such an area is vulnerable to criminal invasion. Though it is not inevitable, it is more likely that here, rather than in places where people are confident they can regulate public behavior by informal controls, drugs will change hands, prostitutes will solicit, and cars will be stripped. That the drunks will be robbed by boys who do it as a lark, and the prostitutes' customers will be robbed by men who do it purposefully and perhaps violently. That muggings will occur.
Among those who often find it difficult to move away from this are the elderly. Surveys of citizens suggest that the elderly are much less likely to be the victims of crime than younger persons, and some have inferred from this that the well-known fear of crime voiced by the elderly is an exaggeration: perhaps we ought not to design special programs to protect older persons; perhaps we should even try to talk them out of their mistaken fears. This argument misses the point. The prospect of a confrontation with an obstreperous teenager or a drunken panhandler can be as fear-inducing for defenseless persons as the prospect of meeting an actual robber; indeed, to a defenseless person, the two kinds of confrontation are often indistinguishable. Moreover, the lower rate at which the elderly are victimized is a measure of the steps they have already taken--chiefly, staying behind locked doors--to minimize the risks they face. Young men are more frequently attacked than older women, not because they are easier or more lucrative targets but because they are on the streets more.
Nor is the connection between disorderliness and fear made only by the elderly. Susan Estrich, of the Harvard Law School, has recently gathered together a number of surveys on the sources of public fear. One, done in Portland, Oregon, indicated that three fourths of the adults interviewed cross to the other side of a street when they see a gang of teenagers; another survey, in Baltimore, discovered that nearly half would cross the street to avoid even a single strange youth. When an interviewer asked people in a housing project where the most dangerous spot was, they mentioned a place where young persons gathered to drink and play music, despite the fact that not a single crime had occurred there. In Boston public housing projects, the greatest fear was expressed by persons living in the buildings where disorderliness and incivility, not crime, were the greatest. Knowing this helps one understand the significance of such otherwise harmless displays as subway graffiti. As Nathan Glazer has written, the proliferation of graffiti, even when not obscene, confronts the subway rider with the inescapable knowledge that the environment he must endure for an hour or more a day is uncontrolled and uncontrollable, and that anyone can invade it to do whatever damage and mischief the mind suggests."
In response to fear people avoid one another, weakening controls. Sometimes they call the police. Patrol cars arrive, an occasional arrest occurs but crime continues and disorder is not abated. Citizens complain to the police chief, but he explains that his department is low on personnel and that the courts do not punish petty or first-time offenders. To the residents, the police who arrive in squad cars are either ineffective or uncaring: to the police, the residents are animals who deserve each other. The citizens may soon stop calling the police, because "they can't do anything."
The process we call urban decay has occurred for centuries in every city. But what is happening today is different in at least two important respects. First, in the period before, say, World War II, city dwellers- because of money costs, transportation difficulties, familial and church connections--could rarely move away from neighborhood problems. When movement did occur, it tended to be along public-transit routes. Now mobility has become exceptionally easy for all but the poorest or those who are blocked by racial prejudice. Earlier crime waves had a kind of built-in self-correcting mechanism: the determination of a neighborhood or community to reassert control over its turf. Areas in Chicago, New York, and Boston would experience crime and gang wars, and then normalcy would return, as the families for whom no alternative residences were possible reclaimed their authority over the streets.
Second, the police in this earlier period assisted in that reassertion of authority by acting, sometimes violently, on behalf of the community. Young toughs were roughed up, people were arrested "on suspicion" or for vagrancy, and prostitutes and petty thieves were routed. "Rights" were something enjoyed by decent folk, and perhaps also by the serious professional criminal, who avoided violence and could afford a lawyer.
This pattern of policing was not an aberration or the result of occasional excess. From the earliest days of the nation, the police function was seen primarily as that of a night watchman: to maintain order against the chief threats to order--fire, wild animals, and disreputable behavior. Solving crimes was viewed not as a police responsibility but as a private one. In the March, 1969, Atlantic, one of us (Wilson) wrote a brief account of how the police role had slowly changed from maintaining order to fighting crimes. The change began with the creation of private detectives (often ex-criminals), who worked on a contingency-fee basis for individuals who had suffered losses. In time, the detectives were absorbed in municipal agencies and paid a regular salary simultaneously, the responsibility for prosecuting thieves was shifted from the aggrieved private citizen to the professional prosecutor. This process was not complete in most places until the twentieth century.
In the l960s, when urban riots were a major problem, social scientists began to explore carefully the order maintenance function of the police, and to suggest ways of improving it--not to make streets safer (its original function) but to reduce the incidence of mass violence. Order maintenance became, to a degree, coterminous with "community relations." But, as the crime wave that began in the early l960s continued without abatement throughout the decade and into the 1970s, attention shifted to the role of the police as crime-fighters. Studies of police behavior ceased, by and large, to be accounts of the order-maintenance function and became, instead, efforts to propose and test ways whereby the police could solve more crimes, make more arrests, and gather better evidence. If these things could be done, social scientists assumed, citizens would be less fearful.
A great deal was accomplished during this transition, as both police chiefs and outside experts emphasized the crime-fighting function in their plans, in the allocation of resources, and in deployment of personnel. The police may well have become better crime-fighters as a result. And doubtless they remained aware of their responsibility for order. But the link between order-maintenance and crime-prevention, so obvious to earlier generations, was forgotten.
That link is similar to the process whereby one broken window becomes many. The citizen who fears the ill-smelling drunk, the rowdy teenager, or the importuning beggar is not merely expressing his distaste for unseemly behavior; he is also giving voice to a bit of folk wisdom that happens to be a correct generalization--namely, that serious street crime flourishes in areas in which disorderly behavior goes unchecked. The unchecked panhandler is, in effect, the first broken window. Muggers and robbers, whether opportunistic or professional, believe they reduce their chances of being caught or even identified if they operate on streets where potential victims are already intimidated by prevailing conditions. If the neighborhood cannot keep a bothersome panhandler from annoying passersby, the thief may reason, it is even less likely to call the police to identify a potential mugger or to interfere if the mugging actually takes place.
Some police administrators concede that this process occurs, but argue that motorized-patrol officers can deal with it as effectively as foot patrol officers. We are not so sure. In theory, an officer in a squad car can observe as much as an officer on foot; in theory, the former can talk to as many people as the latter. But the reality of police-citizen encounters is powerfully altered by the automobile. An officer on foot cannot separate himself from the street people; if he is approached, only his uniform and his personality can help him manage whatever is about to happen. And he can never be certain what that will be--a request for directions, a plea for help, an angry denunciation, a teasing remark, a confused babble, a threatening gesture.
In a car, an officer is more likely to deal with street people by rolling down the window and looking at them. The door and the window exclude the approaching citizen; they are a barrier. Some officers take advantage of this barrier, perhaps unconsciously, by acting differently if in the car than they would on foot. We have seen this countless times. The police car pulls up to a corner where teenagers are gathered. The window is rolled down. The officer stares at the youths. They stare back. The officer says to one, "C'mere." He saunters over, conveying to his friends by his elaborately casual style the idea that he is not intimidated by authority. What's your name?" "Chuck." "Chuck who?" "Chuck Jones." "What'ya doing, Chuck?" "Nothin'." "Got a P.O. [parole officer]?" "Nah." "Sure?" "Yeah." "Stay out of trouble, Chuckie." Meanwhile, the other boys laugh and exchange comments among themselves, probably at the officer's expense. The officer stares harder. He cannot be certain what is being said, nor can he join in and, by displaying his own skill at street banter, prove that he cannot be "put down." In the process, the officer has learned almost nothing, and the boys have decided the officer is an alien force who can safely be disregarded, even mocked.
Our experience is that most citizens like to talk to a police officer. Such exchanges give them a sense of importance, provide them with the basis for gossip, and allow them to explain to the authorities what is worrying them (whereby they gain a modest but significant sense of having "done something" about the problem). You approach a person on foot more easily, and talk to him more readily, than you do a person in a car. Moreover, you can more easily retain some anonymity if you draw an officer aside for a private chat. Suppose you want to pass on a tip about who is stealing handbags, or who offered to sell you a stolen TV. In the inner city, the culprit, in all likelihood, lives nearby. To walk up to a marked patrol car and lean in the window is to convey a visible signal that you are a "fink."
The essence of the police role in maintaining order is to reinforce the informal control mechanisms of the community itself. The police cannot, without committing extraordinary resources, provide a substitute for that informal control. On the other hand, to reinforce those natural forces the police must accommodate them. And therein lies the problem.


Should police activity on the street be shaped, in important ways, by the standards of the neighborhood rather than by the rules of the state? Over the past two decades, the shift of police from order-maintenance to law enforcement has brought them increasingly under the influence of legal restrictions, provoked by media complaints and enforced by court decisions and departmental orders. As a consequence, the order maintenance functions of the police are now governed by rules developed to control police relations with suspected criminals. This is, we think, an entirely new development. For centuries, the role of the police as watchmen was judged primarily not in terms of its compliance with appropriate procedures but rather in terms of its attaining a desired objective. The objective was order, an inherently ambiguous term but a condition that people in a given community recognized when they saw it. The means were the same as those the community itself would employ, if its members were sufficiently determined, courageous, and authoritative. Detecting and apprehending criminals, by contrast, was a means to an end, not an end in itself; a judicial determination of guilt or innocence was the hoped-for result of the law-enforcement mode. From the first, the police were expected to follow rules defining that process, though states differed in how stringent the rules should be. The criminal-apprehension process was always understood to involve individual rights, the violation of which was unacceptable because it meant that the violating officer would be acting as a judge and jury--and that was not his job. Guilt or innocence was to be determined by universal standards under special procedures.
Ordinarily, no judge or jury ever sees the persons caught up in a dispute over the appropriate level of neighborhood order. That is true not only because most cases are handled informally on the street but also because no universal standards are available to settle arguments over disorder, and thus a judge may not be any wiser or more effective than a police officer. Until quite recently in many states, and even today in some places, the police made arrests on such charges as "suspicious person" or "vagrancy" or "public drunkenness"--charges with scarcely any legal meaning. These charges exist not because society wants judges to punish vagrants or drunks but because it wants an officer to have the legal tools to remove undesirable persons from a neighborhood when informal efforts to preserve order in the streets have failed.
Once we begin to think of all aspects of police work as involving the application of universal rules under special procedures, we inevitably ask what constitutes an "undesirable person" and why we should "criminalize" vagrancy or drunkenness. A strong and commendable desire to see that people are treated fairly makes us worry about allowing the police to rout persons who are undesirable by some vague or parochial standard. A growing and not-so-commendable utilitarianism leads us to doubt that any behavior that does not "hurt" another person should be made illegal. And thus many of us who watch over the police are reluctant to allow them to perform, in the only way they can, a function that every neighborhood desperately wants them to perform.
This wish to "decriminalize" disreputable behavior that "harms no one"- and thus remove the ultimate sanction the police can employ to maintain neighborhood order--is, we think, a mistake. Arresting a single drunk or a single vagrant who has harmed no identifiable person seems unjust, and in a sense it is. But failing to do anything about a score of drunks or a hundred vagrants may destroy an entire community. A particular rule that seems to make sense in the individual case makes no sense when it is made a universal rule and applied to all cases. It makes no sense because it fails to take into account the connection between one broken window left untended and a thousand broken windows. Of course, agencies other than the police could attend to the problems posed by drunks or the mentally ill, but in most communities especially where the "deinstitutionalization" movement has been strong--they do not.
The concern about equity is more serious. We might agree that certain behavior makes one person more undesirable than another but how do we ensure that age or skin color or national origin or harmless mannerisms will not also become the basis for distinguishing the undesirable from the desirable? How do we ensure, in short, that the police do not become the agents of neighborhood bigotry?
We can offer no wholly satisfactory answer to this important question. We are not confident that there is a satisfactory answer except to hope that by their selection, training, and supervision, the police will be inculcated with a clear sense of the outer limit of their discretionary authority. That limit, roughly, is this--the police exist to help regulate behavior, not to maintain the racial or ethnic purity of a neighborhood.
Consider the case of the Robert Taylor Homes in Chicago, one of the largest public-housing projects in the country. It is home for nearly 20,000 people, all black, and extends over ninety-two acres along South State Street. It was named after a distinguished black who had been, during the 1940s, chairman of the Chicago Housing Authority. Not long after it opened, in 1962, relations between project residents and the police deteriorated badly. The citizens felt that the police were insensitive or brutal; the police, in turn, complained of unprovoked attacks on them. Some Chicago officers tell of times when they were afraid to enter the Homes. Crime rates soared.
Today, the atmosphere has changed. Police-citizen relations have improved--apparently, both sides learned something from the earlier experience. Recently, a boy stole a purse and ran off. Several young persons who saw the theft voluntarily passed along to the police information on the identity and residence of the thief, and they did this publicly, with friends and neighbors looking on. But problems persist, chief among them the presence of youth gangs that terrorize residents and recruit members in the project. The people expect the police to "do something" about this, and the police are determined to do just that.
But do what? Though the police can obviously make arrests whenever a gang member breaks the law, a gang can form, recruit, and congregate without breaking the law. And only a tiny fraction of gang-related crimes can be solved by an arrest; thus, if an arrest is the only recourse for the police, the residents' fears will go unassuaged. The police will soon feel helpless, and the residents will again believe that the police "do nothing." What the police in fact do is to chase known gang members out of the project. In the words of one officer, "We kick ass." Project residents both know and approve of this. The tacit police-citizen alliance in the project is reinforced by the police view that the cops and the gangs are the two rival sources of power in the area, and that the gangs are not going to win.
None of this is easily reconciled with any conception of due process or fair treatment. Since both residents and gang members are black, race is not a factor. But it could be. Suppose a white project confronted a black gang, or vice versa. We would be apprehensive about the police taking sides. But the substantive problem remains the same: how can the police strengthen the informal social-control mechanisms of natural communities in order to minimize fear in public places? Law enforcement, per se, is no answer: a gang can weaken or destroy a community by standing about in a menacing fashion and speaking rudely to passersby without breaking the law.


We have difficulty thinking about such matters, not simply because the ethical and legal issues are so complex but because we have become accustomed to thinking of the law in essentially individualistic terms. The law defines my rights, punishes his behavior and is applied by that officer because of this harm. We assume, in thinking this way, that what is good for the individual will be good for the community and what doesn't matter when it happens to one person won't matter if it happens to many. Ordinarily, those are plausible assumptions. But in cases where behavior that is tolerable to one person is intolerable to many others, the reactions of the others--fear, withdrawal, flight--may ultimately make matters worse for everyone, including the individual who first professed his indifference.
It may be their greater sensitivity to communal as opposed to individual needs that helps explain why the residents of small communities are more satisfied with their police than are the residents of similar neighborhoods in big cities. Elinor Ostrom and her co-workers at Indiana University compared the perception of police services in two poor, all-black Illinois towns--Phoenix and East Chicago Heights with those of three comparable all-black neighborhoods in Chicago. The level of criminal victimization and the quality of police-community relations appeared to be about the same in the towns and the Chicago neighborhoods. But the citizens living in their own villages were much more likely than those living in the Chicago neighborhoods to say that they do not stay at home for fear of crime, to agree that the local police have "the right to take any action necessary" to deal with problems, and to agree that the police "look out for the needs of the average citizen." It is possible that the residents and the police of the small towns saw themselves as engaged in a collaborative effort to maintain a certain standard of communal life, whereas those of the big city felt themselves to be simply requesting and supplying particular services on an individual basis.
If this is true, how should a wise police chief deploy his meager forces? The first answer is that nobody knows for certain, and the most prudent course of action would be to try further variations on the Newark experiment, to see more precisely what works in what kinds of neighborhoods. The second answer is also a hedge--many aspects of order maintenance in neighborhoods can probably best be handled in ways that involve the police minimally if at all. A busy bustling shopping center and a quiet, well-tended suburb may need almost no visible police presence. In both cases, the ratio of respectable to disreputable people is ordinarily so high as to make informal social control effective.
Even in areas that are in jeopardy from disorderly elements, citizen action without substantial police involvement may be sufficient. Meetings between teenagers who like to hang out on a particular corner and adults who want to use that corner might well lead to an amicable agreement on a set of rules about how many people can be allowed to congregate, where, and when.
Where no understanding is possible--or if possible, not observed--citizen patrols may be a sufficient response. There are two traditions of communal involvement in maintaining order: One, that of the "community watchmen," is as old as the first settlement of the New World. Until well into the nineteenth century, volunteer watchmen, not policemen, patrolled their communities to keep order. They did so, by and large, without taking the law into their own hands--without, that is, punishing persons or using force. Their presence deterred disorder or alerted the community to disorder that could not be deterred. There are hundreds of such efforts today in communities all across the nation. Perhaps the best known is that of the Guardian Angels, a group of unarmed young persons in distinctive berets and T-shirts, who first came to public attention when they began patrolling the New York City subways but who claim now to have chapters in more than thirty American cities. Unfortunately, we have little information about the effect of these groups on crime. It is possible, however, that whatever their effect on crime, citizens find their presence reassuring, and that they thus contribute to maintaining a sense of order and civility.
The second tradition is that of the "vigilante." Rarely a feature of the settled communities of the East, it was primarily to be found in those frontier towns that grew up in advance of the reach of government. More than 350 vigilante groups are known to have existed; their distinctive feature was that their members did take the law into their own hands, by acting as judge, jury, and often executioner as well as policeman. Today, the vigilante movement is conspicuous by its rarity, despite the great fear expressed by citizens that the older cities are becoming "urban frontiers." But some community-watchmen groups have skirted the line, and others may cross it in the future. An ambiguous case, reported in The Wall Street Journal involved a citizens' patrol in the Silver Lake area of Belleville, New Jersey. A leader told the reporter, "We look for outsiders." If a few teenagers from outside the neighborhood enter it, "we ask them their business," he said. "If they say they're going down the street to see Mrs. Jones, fine, we let them pass. But then we follow them down the block to make sure they're really going to see Mrs. Jones."


Though citizens can do a great deal, the police are plainly the key to order maintenance. For one thing, many communities, such as the Robert Taylor Homes, cannot do the job by themselves. For another, no citizen in a neighborhood, even an organized one, is likely to feel the sense of responsibility that wearing a badge confers. Psychologists have done many studies on why people fail to go to the aid of persons being attacked or seeking help, and they have learned that the cause is not "apathy" or "selfishness" but the absence of some plausible grounds for feeling that one must personally accept responsibility. Ironically, avoiding responsibility is easier when a lot of people are standing about. On streets and in public places, where order is so important, many people are likely to be "around," a fact that reduces the chance of any one person acting as the agent of the community. The police officer's uniform singles him out as a person who must accept responsibility if asked. In addition, officers, more easily than their fellow citizens, can be expected to distinguish between what is necessary to protect the safety of the street and what merely protects its ethnic purity.
But the police forces of America are losing, not gaining, members. Some cities have suffered substantial cuts in the number of officers available for duty. These cuts are not likely to be reversed in the near future. Therefore, each department must assign its existing officers with great care. Some neighborhoods are so demoralized and crime-ridden as to make foot patrol useless; the best the police can do with limited resources is respond to the enormous number of calls for service. Other neighborhoods are so stable and serene as to make foot patrol unnecessary. The key is to identify neighborhoods at the tipping point--where the public order is deteriorating but not unreclaimable, where the streets are used frequently but by apprehensive people, where a window is likely to be broken at any time, and must quickly be fixed if all are not to be shattered.
Most police departments do not have ways of systematically identifying such areas and assigning officers to them. Officers are assigned on the basis of crime rates (meaning that marginally threatened areas are often stripped so that police can investigate crimes in areas where the situation is hopeless) or on the basis of calls for service (despite the fact that most citizens do not call the police when they are merely frightened or annoyed). To allocate patrol wisely, the department must look at the neighborhoods and decide, from first-hand evidence, where an additional officer will make the greatest difference in promoting a sense of safety.
One way to stretch limited police resources is being tried in some public housing projects. Tenant organizations hire off-duty police officers for patrol work in their buildings. The costs are not high (at least not per resident), the officer likes the additional income, and the residents feel safer. Such arrangements are probably more successful than hiring private watchmen, and the Newark experiment helps us understand why. A private security guard may deter crime or misconduct by his presence, and he may go to the aid of persons needing help, but he may well not intervene--that is, control or drive away--someone challenging community standards. Being a sworn officer--a "real cop"--seems to give one the confidence, the sense of duty, and the aura of authority necessary to perform this difficult task.
Patrol officers might be encouraged to go to and from duty stations on public transportation and, while on the bus or subway car, enforce rules about smoking, drinking, disorderly conduct, and the like. The enforcement need involve nothing more than ejecting the offender (the offense, after all, is not one with which a booking officer or a judge wishes to be bothered). Perhaps the random but relentless maintenance of standards on buses would lead to conditions on buses that approximate the level of civility we now take for granted on airplanes.
But the most important requirement is to think that to maintain order in precarious situations is a vital job. The police know this is one of their functions, and they also believe, correctly, that it cannot be done to the exclusion of criminal investigation and responding to calls. We may have encouraged them to suppose, however, on the basis of our oft-repeated concerns about serious, violent crime, that they will be judged exclusively on their capacity as crime-fighters. To the extent that this is the case, police administrators will continue to concentrate police personnel in the highest-crime areas (though not necessarily in the areas most vulnerable to criminal invasion), emphasize their training in the law and criminal apprehension (and not their training in managing street life), and join too quickly in campaigns to decriminalize "harmless" behavior (though public drunkenness, street prostitution, and pornographic displays can destroy a community more quickly than any team of professional burglars).
Above all, we must return to our long-abandoned view that the police ought to protect communities as well as individuals. Our crime statistics and victimization surveys measure individual losses, but they do not measure communal losses. Just as physicians now recognize the importance of fostering health rather than simply treating illness, so the police--and the rest of us--ought to recognize the importance of maintaining, intact, communities without broken windows.

Copyright 1982 by James Q. Wilson and George L. Kelling. All rights reserved.
The Atlantic Monthly; March 1982; Broken Windows; Volume 249, No. 3; pages 29-38.

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