23-01-2011
Fernando Mires es un hombre de izquierda, ex exiliado chileno que se quedó trabajando en una universidad alemana aunque sigue teniendo como objeto de investigación y de preocupación a América Latina. Es un conocedor de la realidad venezolana porque ha vivido y publicado en este país que visita, invitado por la UCV, para ponerse al día.
EL DICTADOR
Fernando Mires (*)
“Pero, ¡oh! ¡Dios mío! ¿Qué ocurre? Cómo llamar ese vicio tan horrible? ¿Acaso no es vergonzoso ver a tantas personas, no tan sólo obedecer sino arrastrarse? No son gobernados sino tiranizados (....) Soportar saqueos, asaltos y crueldades, no de un ejército, no de una horda descontrolada de bárbaros (....) sino únicamente de uno solo. No de un Hércules o de un Sansón sino de un único hombrecillo que ni siquiera ha husmeado una sola vez los campos de batalla” (Étienne de la Boétie “Sobre la Servidumbre Voluntaria”. 1553)
1.
La ausencia de democracia no siempre es una dictadura. Podemos decir por ejemplo, que hay naciones que son más democráticas que otras sin que las que son menos democráticas dejen de serlo. La ausencia de democracia puede ser también el desgobierno o la anarquía. La dictadura en cambio, a diferencias de la anarquía, es una forma de gobierno que por definición niega a la democracia.
Si la dictadura es una forma de gobierno que niega a la democracia, podemos afirmar que en toda democracia, aún en la más perfecta, existe la posibilidad de su negación. Conclusión pesimista que lleva necesariamente a una optimista, a saber: que en toda dictadura existe también la posibilidad de su negación: la posibilidad democrática.
Sin embargo, no todas las dictaduras han surgido como negación de la democracia. En ese sentido hay que diferenciar entre las llamadas dictaduras de origen -que son las que emergen de situaciones no democráticas- y las dictaduras de ocasión -que son las que han surgido del quiebre de una democracia-. Los gobiernos que siguieron al hecho independista latinoamericano fueron, por ejemplo, dictaduras de origen. En cierto modo se acercaban a la noción romana original de “dictatura” que definía a la institución o persona encargada de dictar leyes donde no las había. Las dictaduras de ocasión –independientemente a cuanto dure esa ocasión- son las que imperan en nuestros tiempos, tiempos caracterizados por la hegemonía de la idea de la democracia por sobre la de la dictadura. En ese punto no hay duda: la “invención democrática” (Claude Lefort) ha sido hecha suya -ya sea como realidad, ya sea como ideal- por la mayoría de las naciones de la tierra.
La democracia avanza sobre el planeta, pero de modo zigzagueante, hecho que ha creado un consenso internacional que más o menos dice así: las dictaduras pueden ser transitoriamente soportadas pero no aceptadas. Razón que explica por qué ningún dictador contemporáneo se designa a sí mismo como dictador. Todas las dictaduras de la tierra, en una tierra cada vez más democrática, quieren aparecer vestidas con ropa democrática. Más aún: quieren ser reconocidas como democráticas e, incluso, como una forma superior de democracia.
2.
Las dictaduras emergen allí donde no hay, o dónde se quiebran las democracias. Las democracias, a su vez, pueden ser caracterizadas como formas de gobierno que resultan de elecciones libres y secretas a las que concurren partidos políticos, formas erigidas sobre la base del respeto a la constitución, a los derechos humanos y a la independencia de los poderes públicos. La democracia es, por lo tanto, una forma política y no social de organización.
La dictadura como forma de gobierno opuesta a la democracia supone la negación de las elecciones libres y secretas, la interdicción de los partidos políticos, la subordinación de la constitución a la voluntad del dictador, la violación sistemática de los derechos humanos, y la negación radical de la división de los poderes públicos. A esas características hay que agregar otras dos: su estructura militar y militarista y el ejercicio personal y personalista del poder: no hay dictadura sin un dictador.
Naturalmente, no todas esas condiciones se dan en cada dictadura. Cuando se dan todas, hablamos de dictaduras totales. Pero en la mayoría de los casos las dictaduras de nuestro tiempo no son totales (como sí son las de Corea del Norte, Cuba o Sudán), sino parciales. Si fueran totales, la lucha nacional en contra de las dictaduras sería casi imposible y ellas sólo podrán ser derribadas, como ocurrió con la dictadura nazi, por medio de la acción de fuerzas externas. Sin embargo, el ideal supremo de todo dictador es alcanzar el estadio de la dictadura total. El avance de las fuerzas democráticas a nivel mundial, la estandarización de los modos republicanos de comunicación política y la llamada globalización, que no sólo es económica sino también política y cultural, son razones que inciden en la formación de dictaduras parciales. De más está decir que uno de los objetivos más elementales de toda oposición antidictatorial es impedir que una dictadura parcial se convierta en total. Ese es, por lo demás, el punto de partida de toda lucha antidictatorial.
Las dictaduras, y no sólo las de nuestros días, se sirven de algunas formas democráticas, hecho que utilizan los dictadores para legitimar su poder, sobre todo hacia el exterior. En algunos casos toleran la emergencia de sectores opositores a los que, cuando ya no pueden eliminar, los acosan para encerrarlos en cercos que no deben traspasar. Es el caso, por ejemplo de la dictadura de Zimbawe, o también, de la iraní y de la bielorusa. En otros casos, toleran ciertos espacios de prensa libre a la que someten a constantes presiones, extorsiones y amenazas.
Hay, por supuesto, distintos tipos de dictadura y los textos de teoría política son muy pródigos en clasificaciones. Dichos textos nos hablan de dictaduras cesaristas, bonapartistas, populistas, sultanistas, fascistas, comunistas, etc. No obstante, más allá de tipologías académicas, interesa constatar aquí que toda dictadura está caracterizada por tres rasgos fundamentales: la existencia de un dictador, la concentración de los poderes públicos en la persona del dictador, y la militarización del poder político. Eso lleva a concluir que toda dictadura, más allá de las formas que las caracterizan y de los hechos que las originaron, no puede prescindir de esos tres rasgos fundamentales.
3.
Llamará quizás la atención que entre los rasgos fundamentales de cada dictadura no aparezca el tema de la supresión de las elecciones. No se trata, sin embargo, de una omisión. Hay en efecto, dictaduras electorales, y en nuestro tiempo, las hay de modo creciente.
Las dictaduras antielectorales resultan casi siempre de golpes de estados o de tomas violentas del poder estatal. Fue el caso de Franco, de Sadam Hussein, de los Castro, entre otras. Hay sin embargo dictaduras que provienen de elecciones. El caso más conocido fue el de la dictadura de Hitler. Fue el mismo Hitler quien inició una costumbre dictatorial que ha hecho escuela: la de legitimar su poder mediante plebiscitos. En nuestros días, tanto Lucasenko como Mugabe recurren al mismo expediente. Milosovic en Serbia también hacía elecciones. En Irán hay elecciones regulares, aunque el poder central lo ocupan las castas sacerdotales. Pinochet y los dictadores militares uruguayos intentaban consolidar su poder mediante plebiscitos.
Muchos dictadores no sólo recurren a las elecciones. Además, abusan de ellas. Hay incluso regímenes dictatoriales donde hay más elecciones que en regímenes democráticos. En este sentido puede decirse que algunos dictadores han comprendido que mediante la perversión del sistema electoral pueden tener lugar avances más expeditos hacia el poder que mediante su supresión. Ello implica por cierto, correr el riesgo de perder alguna vez. Hay por supuesto dictadores que no quieren arriesgar nada. Fue, por ejemplo, muy conocida la receta de Francisco Franco para mantenerse largo tiempo en el poder: “no hay que meterse en política”- dijo. La receta la siguió a pies juntillas ese hijo de gallego que fue Fidel Castro. Ambos suprimieron radicalmente a la política, incluyendo a las elecciones.
En nuestro tiempo, en cambio, ha aumentado el número de dictadores que no suprimen algunas prácticas políticas, incluyendo a la más política de todas, que son las elecciones. Pero sí convierten, o intentan convertir a las elecciones en un medio de acumulación de poder. Lo que ellos llevan a cabo, y sistemáticamente, es un envilecimiento de los procesos electorales.
El envilecimiento de las elecciones no resulta siempre de la falsificación de los escrutinios, aunque hay que contar que bajo gobiernos militares lo más probable es que existan esas falsificaciones. El envilecimiento electoral opera, además, por otros métodos. Uno, el más preferido de nuestro tiempo, deviene de la monopolización de los medios de comunicación, sobre todo de la televisión.
Suele suceder en el caso de las dictaduras electoralistas, que el dictador se apropie de los canales televisivos estatales y extorsione a los privados para llevar a cabo verdaderos bombardeos publicitarios. De este modo, el dictador, como ocurría en la novela de Orwell, se convierte en el Gran Hermano que invade las esferas más íntimas de la vida de cada familia. Así como Mussolini y Hitler eran dictadores radiales, los dictadores del siglo veintiuno son dictadores televisivos. Hay algunos que pasan más tiempo en la pantalla que en su oficina de trabajo. Desde la televisión gobiernan, suponiendo que gobiernen, pues a la mayoría de los dictadores no les interesa gobernar sino sólo aumentar sus cuotas de poder.
Pero el abuso electoralista no se limita a los medios de comunicación. Si se trata de ganar elecciones o plebiscitos, los dictadores electoralistas ponen todos los servicios y dependencias del Estado, más los dineros recaudados, al servicio de la elección. De este modo los ministerios, las oficinas públicas y gubernamentales, se convierten en locales de agitación y propaganda electoral. De más está decir que los empleados públicos son sometidos a una intensa presión. Si no votan por el dictador, se les dice, perderán sus puestos de trabajo. Efectivamente, hay que ponerse en el lugar de un empleado público de quien depende la alimentación de una familia, antes de juzgarlo. Por más secreto que sea el voto, siempre pensará él que el dictador, tarde o temprano, se enterará por quién él votó. Al fin, más vale la pena acatar y no correr ningún riesgo. Algunos, a fin de aliviar sus conciencias, terminarán engañándose a sí mismos, afirmando que votan por convicción.
Por lo demás, el dictador es muy generoso con quienes lo apoyan. Tal generosidad se extiende en periodos electorales hacia los sectores más pobres de la población. En esos momentos el dictador se vuelve extremadamente dadivoso. Entonces aparecen los obsequios, los aumentos de sueldo, las donaciones, las neveras, los aparatos televisores, los aguinaldos, etc. Por cierto, hay gobiernos democráticos que suelen usar métodos parecidos, pero jamás con la descarada amplitud que ostentan los dictadores electoralistas de nuestro tiempo.
Por último, si todo eso no bastara, todavía queda la alternativa de la intimidación.
En periodos electorales los dictadores se vuelven extremadamente agresivos con quienes osan adversarlos. Las amenazas, los insultos, las extorsiones, se convierten en el pan de cada día. Durante esos periodos, aparecen por todos lados supuestas conspiraciones (todas ficticias, por supuesto), intentos de magnicidios (cuyos gestores nunca aparecen por ningún lado), amenazas de invasiones de países extranjeros, peligros de guerra con naciones vecinas. Las calles se llenan de comandos y piquetes pro-dictatoriales. En fin, el dictador logra crear un clima de miedo, incluso de terror, hecho que obliga a muchos de sus potenciales adversarios a no concurrir a las urnas, y si lo hacen, van tan atemorizados, que terminan votando a favor del dictador. Por si fuera poco, el dictador ordena a sus esbirros judiciales proscribir las candidaturas de los adversarios que estén en condiciones de lograr altas votaciones. Esa es una de las muchas razones que explican por qué no hay profesión más inmoral y degradante que la de un juez de una dictadura. El método de las “inhabilitaciones” judiciales inventado por Mussolini y reinventado por la teocracia persa, ha hecho escuela en Bielorusia y en Rusia. Y en otras lugares también.
No hay que olvidar que casi todos los dictadores son militares, y cuando realizan elecciones las ven como campos de batalla en donde es necesario vencer recurriendo a todos los medios posibles. Así se explica como los dictadores más audaces logran revertir encuestas y resultados. Muchas veces ni siquiera requieren falsificar escrutinios. Las elecciones mismas son, bajo esas circunstancias, una falsificación. La democracia, que vive de las elecciones, se convierte así en un simulacro de sí misma. Tiene lugar, mediante el forzamiento de elecciones, muchas veces innecesarias, una degradación paulatina de la vida ciudadana. Algunos opositores terminan dudando de la vía electoral, sin tener otra que recorrer. Un sentimiento de apatía y frustración se apodera de las conciencias políticas. Si eso ocurre, el dictador ha logrado un objetivo adicional: destruir por medios políticos los cimientos morales de una nación. La democracia se convierte, bajo esas condiciones, en el escenario de una serie de rituales destinados a cementar la autoridad del dictador. Los opositores esclarecidos, sin embargo, se esforzarán en mantener vivo el ideal democrático pues saben que toda dictadura tiene plazos históricos. Y, además saben que más temprano que tarde, los medios políticos de los que usa y abusa la dictadura, se volverán en contra del propio dictador. Así ha ocurrido en muchos países. Importante en este caso es no caer en la trampa del dictador. En efecto: el dictador intenta convencer a todo el mundo que la suya no es dictadura ya que realiza elecciones. Pero la democracia –eso lo sabemos todos- es algo mucho más profundo que la realización periódica y ritual de elecciones.
La democracia, además de una forma de gobierno, es un modo de vida, y como tal, hay que realizarlo día a día, resistiendo a todo aquello que atenta en contra de la libertad humana. Sólo a partir de esa resistencia cotidiana será alguna vez posible vencer al tirano en su propio terreno: el electoral. Así ha ocurrido al menos en algunos países sudamericanos. Un ciudadano político no debe renunciar jamás a las elecciones, por más prostituidas que ellas se encuentren. Pero tampoco debe seguir el ejemplo del dictador e imaginar que la única actividad política posible es votar cada vez que al dictador se le ocurra. No obstante, tampoco hay que olvidar que independientemente a los medios que utilizan para vencer en las elecciones y plebiscitos, la mayoría de los dictadores han sido gobernantes populares. En verdad, no hay ninguna razón que lleve a pensar que el ser humano es por naturaleza democrático. Mucho menos debemos pensar que siempre la libertad es el bien más preciado por las grandes mayorías. No hay dictador, en efecto, que no haya contado alguna vez con grandes bases de apoyo, incluyendo el de los sectores más empobrecidos. Eso significa que si bien no hay dictaduras que no sean militares, ninguna se sustenta sólo sobre bayonetas. Particularmente en América Latina, la combinación entre militarismo y populismo ha sido muy productiva para las dictaduras. Incluso muchos dictadores han sido grandes tribunos de masas.
4.
La condición política no es natural sino adquirida. Llegar a ser ciudadano autónomo implica someterse a un largo proceso de aprendizaje. Vivir en una democracia no es por lo tanto fácil ya que implica aceptar posiciones contrarias y convivir con ellas; nos gusten o no. Conocer los límites que separan el mundo privado del político, tampoco es fácil. A muchos resulta más cómodo delegar su responsabilidad ciudadana que asumirla. Hay incluso quienes no soportan la posibilidad de ser libres, y la política se convierte para ellos en un espacio de regresión a las etapas más infantiles, cuando había siempre alguien que decidía por nosotros. Los dictadores, no sé cómo y por qué, tienen ese sexto sentido que les permite captar las debilidades humanas y, lo que es peor: abusar de ellas.
Existe, como escribió en 1553 Étienne de la Boétie (“Sobre la Servidumbre Voluntaria”) una tendencia casi natural a la “servidumbre”. La idea fue retomada por Hegel, quien descubrió que los impulsos que llevan al siervo a subordinarse a su amo no están basados en la pura violencia. Freud, a su vez, descubrió que en cada ser humano existen tendencias que lo llevan, en un sentido individual, a regresar a la infancia perdida, y en un sentido colectivo, a la barbarie, al salvajismo y a la horda, o como diría Elías Canetti: hacia el “magma originario” Asumir la condición política presupone, en todo caso, haber dejado atrás la etapa de la barbarie. Noción profundamente helénica que retomó en el siglo XlX Domingo Faustino Sarmiento en su siempre incomprendido libro “Civilización y Barbarie”. En esa obra Sarmiento no identificaba a la barbarie con “los pobres”, como dicen sus malos críticos, sino a las masas apolíticas que seguían a caudillos militares, como al sangriento dictador Juan Manuel de Rosas. En ese contexto, Sarmiento recurría a la noción griega de barbarie. Eso significa que la barbarie aludía, según los griegos, a aquellos sectores que, viviendo en un mundo político, no habían alcanzado la condición política. En ese sentido es posible ser millonario y bárbaro a la vez, pues la condición política no tiene nada que ver con la condición social. Dicho a la inversa: se puede ser muy pobre y asumir derechos y obligaciones ciudadanas con integridad y decencia. Luego, la barbarie no está en el pueblo dado que el pueblo es una noción política. La barbarie aparece cuando el pueblo es convertido en populacho, el populacho es convertido en masa y la masa es convertida en tropa. No sin razón, el primer presidente populista chileno, Arturo Alessandri, se dirigía a sus seguidores con el calificativo de “mi querida chusma”. La “chusma” es a su vez el término que usó Hannah Arednt (Mob) para referirse a aquellos sectores sociales que se convirtieron en masa electoral del totalitarismo fascista.
Ahora bien, dentro de las múltiples contradicciones que asolan a América Latina, la de “civilización y barbarie” no es una de las menos importantes. En condición bárbara viven por ejemplo amplios sectores que si bien pueden estar integrados social y económicamente en la modernidad, no lo están políticamente. Para la gran mayoría de ellos, incluyendo a ciertos intelectuales, la política se reduce a una pura “cuestión” social. La lucha por las libertades les es completamente ajena, e incluso, les resulta superflua. En algunos países islámicos, que no son por cierto los más democráticos de la tierra, el concepto de “libertad” ni siquiera existe en el vocabulario político. Ese concepto es - como captó muy bien Bernard Lewis - reemplazado por el de “justicia”. Lo mismo ocurre en diversas zonas latinoamericanas. No fue casualidad que en el país de Sarmiento, el partido peronista no se hubiera llamado “partido demócrata”, o “socialista”, o “nacionalista”, sino que “partido justicialista”. Como es fácil deducir, la “justicia” alude a un tema social, pero no político. La política, en cambio, pone su centro en la lucha por la libertad. Más aún: desde el punto de vista político, no puede haber justicia sin libertad. El ideal de la barbarie política en cambio, no es la democracia sino la justicia social. El presidente, para los bárbaros sociales, no es un mandatario sino un “mandamás”, un caudillo, un “hombre fuerte”, en fin: “un justiciero”. Y casi siempre: un militar.
La barbarie dictatorial presupone la desarticulación de las asociaciones horizontales que marcan el espacio social de una nación incluyendo en ellas, las de “clase”. No deja de ser sintomático que todas las dictaduras, tanto las que se dicen de derecha, como de izquierda, atacan con saña a las organizaciones obreras, sobre todo a los sindicatos independientes. Las que se dicen de derecha proscriben a los sindicatos. Las que se dicen de izquierda los suprimen, estatizándolos, y por si fuera poco, en nombre del socialismo.
En muchas ocasiones, el dilema civilización-barbarie asume la forma de contradicción entre las ciudades y el campo. Pero –cuidado- no es lo mismo. Hay países en donde el mundo agrario se ha incorporado de lleno a los procesos modernizadores, y los campesinos se organizan en sindicatos independientes. Hay otros países en cambio, en donde prevalecen condiciones decimonónicas. En tales países, los dictadores, y quienes quieren serlo -como es el caso de Ollanta Humala en Perú- obtienen gran parte de su apoyo social en las regiones rurales culturalmente más atrasadas, regiones en donde todavía imperan relaciones patronales y caudillescas. Para las masas agrarias de muchos países, el Presidente es la reencarnación de “Buen Patrón” o, como llamaron a Trujillo: un gran “Benefactor”. No obstante, hay que consignar que la condición ciudadana no es demográfica. Hay muchos habitantes de las ciudades que tampoco asumen una condición ciudadana. Son los bárbaros urbanos. Si no existieran, ni en el campo ni en la ciudad habría dictadores. Porque, a fin de cuentas, la dictadura es la barbarie hecha poder: el fin de la polis: el lugar donde desaparece la polí-tica y aparece la poli-cía.
Así como según Hannah Arendt el totalitarismo europeo, en sus dos formas principales, la comunista y la fascista, surgió de la, por ella llamada, alianza entre “la chusma” y determinadas elites, las dictaduras latinoamericanas han emergido de la alianza entre masas culturalmente desintegradas y fracciones militares. A la cabeza de esa alianza se encuentra el dictador. Eso significa que el dictador latinoamericano casi nunca ha sido un personaje socialmente aislado. Por el contrario: bajo determinadas condiciones, la barbarie puede llegar a ser mayoría nacional.
5.
El dictador suele dominar muy bien el idioma de la barbarie puesto que tanto por su condición cultural como por su condición militar es, el mismo, un bárbaro. Así se explica que el proyecto de cada dictador es destruir las relaciones políticas que reglan la vida de cada nación, imponiendo su cultura, que no es otra que la militar. El ideal de cada dictador no es la vida política sino la vida cuartelera. La sociedad es para él un gran cuartel y el dictador imagina ser su Gran Comandante. Así se explica que su lenguaje sea siempre militarista. Su proyecto final, que es el de militarizar a la nación, comienza con la militarización de sus propias huestes, y eso pasa por la conversión de las masas en tropas. La tropa más que la masa corresponde con el ideal del cuartelero convertido en dictador.
Del mismo modo como la tropa militar, la tropa social de los dictadores no debe ser deliberativa. Por el contrario: las llamadas masas son integradas de modo vertical al Estado. No hay dictadura que no haya estatizado a los movimientos sociales que las apoyan. Dichas masas no deben pensar: sólo actuar. Las órdenes les vienen siempre de las más altas cúpulas, y en la más alta se encuentra el dictador rodeado de familiares y amigos íntimos. Es por eso que la mayoría de los dictadores intentan organizar a las masas en un partido único, permitiéndose en algunos casos la existencia de pequeños satélites que giran en torno a la maquina partidaria estatal.
Pero el partido único no es un partido en el sentido político del término. Partido viene de “parte”, y el partido único del dictador no es parte de nada puesto que su destino es representar al todo. El todo es, por supuesto, el dictador. A diferencia de los partidos políticos democráticos que giran en torno al Estado, el partido dictatorial es organizado desde el Estado. En su primera fase es un partido constituido por empleados públicos y militares. En una segunda fase, el partido integra y succiona a las organizaciones de masas, dándoles un carácter para-estatal. En una tercera fase, el partido dictatorial organiza a las masas como si fueran tropas, y en un sentido estrictamente militar. Esa es la razón por la cual el dictador tiene especial cuidado de que los cuadros dirigentes no sean políticos sino militares, o personas de extracción militar. Comandos, batallones, pelotones, son los nombres que designan a las diferentes unidades partidarias de masas.
La masa, el partido y el dictador, se confunden así en una nada de santísima, pero sí, diabólica trinidad. El Partido es el espíritu maligno que une a la masa con el dictador quien a la vez habla en nombre de la masa, del partido, y por supuesto, de sí mismo. A la vez ese “sí mismo” es el Estado: el Estado del dictador, quien a la vez se encuentra por sobre el Estado, y por cierto, por sobre la Constitución. Si por alguna razón la Constitución no concuerda con la voz del dictador, la Constitución, aunque haya sido procreada por el propio dictador, será modificada, y si no, violada. No hay dictador que no haya establecido una relación incestuosa con su propia Constitución. Al fin y al cabo, durante el periodo de un estado excepción, la Constitución es suspendida. ¿Y qué es una dictadura si no un estado de excepción permanente? (valga la paradoja). Más aún: es la nación en estado de sitio: la nación sitiada por su propio Estado.
6.
No es hecho casual que si bien los dictadores fundan un partido para realizar sus deseos personales, mantengan un discurso en contra de los partidos. En realidad, no hay nada más fácil y cómodo que criticar a los partidos políticos. Por una parte, al ser públicos, sus militantes y dirigentes están expuestos a la observación cotidiana. Por otra parte, por el sólo hecho de existir, los partidos se convierten en el blanco preferido de las críticas públicas. En periodos de crisis, asoma muy fuerte la crítica a la corrupción, la que, por cierto, es más visible en los partidos políticos que en otras instituciones públicas.
Desde luego, hay profesionales políticos corruptos. Pero no hay más ni menos que en otras profesiones, incluyendo la militar. Ahora, sobre la base de la crítica a los partidos, han surgido todas las dictaduras desde que hay partidos. El antipartidismo es la ideología originaria de cada dictadura.
Tanto Castro como Pinochet -los dictadores latinoamericanos más emblemáticos del siglo XX- intentaron legitimar, y con éxito, sus presencias ilegítimas en el poder, sobre la base de la crítica a los partidos. Aquello que resulta inexplicable es que en diversas ocasiones la crítica a los partidos es compartida por sectores antidictatoriales, olvidando sus representantes que fue esa crítica la que ayudó a llevar a los dictadores al poder. Más allá del hecho de que no hay democracia sin partidos políticos, los partidos políticos están llamados a cumplir funciones insustituibles, aún bajo una dictadura.
Aunque no sean los partidos las organizaciones que lleven al derribamiento de las dictaduras (generalmente no lo son), sí serán las organizaciones que se encargarán de negociar con las disidencias internas de la dictadura, las que tarde o temprano aparecerán. Además, los partidos son las organizaciones más adecuadas para hacerse cargo de los complejos periodos que llevan al tránsito de la dictadura a la democracia. Por último, son los partidos las instituciones que deben abrir un flanco para que en la política post-dictatorial, el partido que representó a la dictadura pueda seguir existiendo, no ya como partido-estado, sino como un simple partido parlamentario; uno más entre otros. Porque la otra alternativa es perseguirlos y prohibirlos. Pero estamos hablando de una democracia; no de otra dictadura. Y la democracia es para todos: incluyendo a sus enemigos. Por eso el dictador impugna a los partidos o, como decía Pinochet: “a los señores políticos”. La explicación es obvia: los partidos representan la posibilidad de una transición: un mañana democrático. Ese “mañana” es lo que más teme el dictador. Y tiene razón: ese “mañana” será el día de su muerte política.
Así se entiende el odio que sienten todos los dictadores frente a la política. Por eso intentan destruirla. Y a veces –ay- lo logran.
7.
La destrucción de la política comienza donde aparece su militarización. La militarización a su vez emerge cuando aparece un enemigo que supuestamente amenaza la integridad de la nación. Ese es el momento en que la política retrocede y da lugar al estado de guerra que es, casi por definición, excepcional. Luego la dictadura no es sólo militar sino, por lo mismo, es bélica. En cierto modo toda dictadura es una declaración de guerra del Estado a la nación políticamente constituida. No obstante, eso no lo puede decir públicamente ningún dictador. De ahí que el dictador legitime su dictadura como el resultado de una misión histórica que sólo él y nadie más que él puede cumplir.
La misión a cumplir es la lucha en contra de un gran enemigo “histórico”. Más, no se trata de cualquier enemigo. El enemigo del dictador ha de ser un enemigo omnipresente que mientras más omnipresente sea, más necesaria será la dictadura.
Por cierto, en la lucha política también hay enemigos. Pero los enemigos políticos, a diferencia de los enemigos del dictador, son enemigos reales, visibles, tangibles. El enemigo de la dictadura, en cambio, debe ser un enemigo meta-real y meta-histórico y por cierto, imposible de ser vencido en cortos plazos. El enemigo debe existir ojalá para siempre. Así, la dictadura se perpetuará en el cumplimiento de su histórica misión. Para Pinochet, por ejemplo, el enemigo meta-histórico era el socialismo. La misión que debía cumplir sobre la tierra era la erradicación del socialismo y por cierto, de sus ideólogos, los llamados marxistas. Pero los marxistas para Pinochet no sólo eran los marxistas. Además eran todos los que alguna vez se pronunciaban en contra de su dictadura. En un momento dado, marxistas eran para Pinochet las monjas y el Papa, los partidos de centro y el propio presidente Carter. Lo mismo sucedió con Fidel Castro, aunque en un sentido inverso. La misión histórica de Castro fue definida por el mismo: luchar en contra del capitalismo y sus máximos representantes: los EE UU. Como obviamente nunca Cuba logrará derrotar al capitalismo mundial, a pesar de la gran cantidad de vidas cubanas inmoladas en tan absurda misión, la necesidad histórica de la dictadura puede proyectarse hasta el infinito.
Hoy han aparecido nuevas dictaduras militares en el planeta. Todas quieren cumplir una gran misión. La misión histórica que se han autoasignado muchas de ellas es la de derrotar al “imperio”, construcción ideológica muy adecuada para legitimar la existencia de la dictadura y que, además, sirve para todo. Sobre todo sirve para liquidar a sus enemigos internos, los que son presentados como agentes del exterior, vendepatrias, lacayos del imperio y otras exquisiteces parecidas.
Es importante, por lo tanto, no confundir a las dictaduras con sus ideologías. En ese sentido hay que tener en cuenta que lo que más interesa a cada dictador es conservar y aumentar su poder y en el cumplimiento de ese objetivo, cualquiera ideología, hasta la más estrambótica, puede ser utilizada. Por cierto, la lucha política es y será siempre lucha por el poder. En ese punto todos los filósofos políticos -desde Hobbes y Maquiavelo, hasta Weber, Schmitt y Arendt- están de acuerdo. Pero, a diferencias de la lucha política en donde el poder es un medio para la realización de un objetivo, bajo una dictadura el poder es un objetivo ante el cual han de ser subordinados todos los medios. Las ideologías de las dictaduras son también medios subordinados a aquel objetivo casi animal que se trazan todos los dictadores de la tierra: el poder por el poder y nada más que por el poder.
Luego es ocioso tratar de polemizar ideológicamente con una dictadura y sus representantes, trampa en la que tienden a caer con frecuencia los intelectuales democráticos. Por lo demás, quienes menos toman en serio sus ideologías son los propios dictadores. Los dictadores sólo se sirven de las ideologías cuando son funcionales al poder y jamás pondrán el poder al servicio de una ideología. Las dictaduras comunistas se designaban por ejemplo, como marxistas, y las anticomunistas, como cristianas. Pero el marxismo de las dictaduras comunistas tenía tanto que ver con Marx como el cristianismo de Franco y Pinochet con Cristo. El marxismo, las religiones, las ideas en general, han sido convertidas por las dictaduras en ideologías ocasionales al servicio de sus objetivos de poder. En gran medida los dictadores son grandes ladrones de ideologías. Sobre todo las dictaduras fascistas y fascistoides han sido expertas en prácticas ideológicas latrocinias. Hitler, por ejemplo, robaba de todas partes: del socialismo, del nacionalismo, de la filosofía clásica alemana, de la biología darwinista, etc. Los dictadores latinoamericanos, desde Perón hacia adelante, han seguido el mismo ejemplo. Ha habido algunos que son capaces de citar a Gramsci, Trotsky y Jesús en una sola frase.
Tampoco hay, por lo tanto –y éste es un punto que conviene dejar muy en claro- dictaduras de derecha o de izquierda. Denominar como de izquierda o de derecha a una dictadura es de por sí un absurdo, sobre todo si consideramos que tanto izquierda como derecha son nociones que sólo adquieren lógica y sentido en el marco de una práctica parlamentaria y democrática, donde izquierda, centro y derecha disputan entre sí, pero a la vez comparten el mismo espacio político. Hay sí, dictadores que roban ideas de izquierda e ideas de derecha, pero quien confunde el sentido de una dictadura con lo que una dictadura piensa de sí misma, no entiende nada de dictaduras.
Izquierda y derecha son conceptos democráticos y sobre todo políticos. Una dictadura, en cambio, se erige sobre la destrucción de la política.
8.
Como la política es simbólica, la destrucción de la política debe ser realizada mediante la destrucción de sus símbolos. Y el símbolo de todo símbolo es el lenguaje. Así se explica por qué todos los dictadores sin excepción, se esfuerzan en destruir el lenguaje político. No es cosa de azar que la mayoría de los dictadores utilicen un lenguaje soez, cargado de odios y agravios, en fin, de barbarismos. Tarea que no les cuesta mucho esfuerzo pues en la gran mayoría de los casos son los dictadores personas sin mucha educación. Además, se muestran orgullosos de no tenerla. En general los dictadores son personajes groseros e ignorantes. De los dictadores latinoamericanos Fidel Castro es quizás el único que ha pasado por una universidad. Si de ahí algo aprendió, aparte de disparar, no estoy muy seguro.
A través del empleo de un lenguaje antipolítico, el dictador imagina que él habla como habla el pueblo, lo que no es tan cierto. La mayoría de los miembros de los sectores populares, sobre todo los obreros, tienen un buen uso del lenguaje pues saben que sólo a través del lenguaje pueden articular sus intereses sociales. El lenguaje violento del dictador corresponde más bien con el que utiliza el hampa, las mafias y los delincuentes. No es la suya palabra de los pobres, sino que la de sectores socialmente desintegrados entre quienes se impone la ley del más fuerte. Y el más fuerte en esos submundos es siempre el más astuto y el más brutal.
No obstante, la destrucción de la política por medio de la destrucción del lenguaje político, cumple una función objetiva que el dictador –animal de poder- capta muy bien. Mediante el insulto y el agravio, se borran los límites entre los enemigos y los adversarios, distinción que es consustancial a toda práctica política.
El arte de la política consiste en convertir a los enemigos en adversarios. El arte del dictador consiste en convertir a los adversarios en enemigos.
Ya que la dictadura es una institución bélica, no hay lugar para los adversarios políticos. De este modo el dictador traza una línea horizontal a lo largo de la nación: “quienes no están conmigo, son mis enemigos”. Así se explica por qué el dictador trata a todos sus adversarios como enemigos de guerra a los que hay que enjuiciar y si los medios se tienen: ajusticiar. Suele ocurrir que amenacen, persigan, torturen y hasta asesinen a los políticos más democráticos, y no a los más radicales, lo que no debe extrañar porque la democracia y no el radicalismo político es la realidad que más amenaza a las dictaduras. Muchas veces, en su locura antidemocrática, los dictadores terminan convirtiendo a los líderes perseguidos, encarcelados y asesinados, en símbolos de la resistencia política nacional. Así ocurrió con el asesinado Padre Jerzy Popiluschko en la Polonia comunista. Así ocurrió con el asesinato de Benigno Aquino durante la dictadura de Ferdinand Marcos en Filipinas. Así ocurrió con el encarcelamiento de Hubert Matos en la Cuba de los Castro. Así ocurrió con el asesinato de Monseñor Oscar Arnulfo Romero en El Salvador. Así ocurrió con el asesinato de Pedro Joaquín Chamorro en la Nicaragua somozista. Y así ocurre hoy con Ernesto Cardenal, perseguido y acosado en la Nicaragua orteguista.
Imponiendo la lógica de la guerra interna el dictador, además, concita el apoyo irrestricto de los estamentos militares quienes ocupan gran parte de las instituciones sociales y públicas. La militarización del Estado es el paso previo a la militarización de la nación.
La lógica de la guerra es la que también impera en el partido único dictatorial. Mientras que en una sociedad política manifestar una opinión contraria al jefe de gobierno que uno apoya es lo más normal del mundo, en un orden dictatorial el hecho de disentir se convierte en causa de alta traición, así como la formación de fracciones o el seguimiento de corrientes de opinión, en un crimen. Y es obvio: en un estado de guerra, deliberar está prohibido y disentir es traicionar. Por esa razón el dictador suele ser más cruel con sus propios disidentes que con los enemigos que él intenta “pulverizar”. No extraña entonces que los sujetos más cercanos al dictador, sobre todo los llamados ministros, dan la impresión de ser verdaderos zombis, personajes sin ideas propias cuya única tarea es repetir incansablemente la última ocurrencia del dictador. Con ese tipo de gentes es imposible polemizar ya que además, viven muertos de miedo, miedo que intentan disimular con descargas de odio en contra de quienes amenazan la continuidad dictatorial. Han vendido su alma al diablo, y saben que sin el diablo sólo les espera el infierno. O la cárcel.
Destruido el lenguaje político, el dictador, conocedor instintivo del valor de los símbolos, pasará a la fase más militar de su gobierno: la de la militarización de las masas a las que convertirá, simbólicamente, en tropas de combate, las que por ser tropas, no deben pensar. Y como el dictador odia a la democracia, odia a la diversidad, pues sin diversidad no hay democracia, ni tampoco pensamiento. La masa dictatorial no puede ser, por lo tanto, masa multiforme. La masa, como toda masa, deberá ser uni-forme. Esa es la razón que explica por qué la mayoría de los dictadores uni-forman a las masas, disfrazándolas bajo un sólo color, color que puede ser verde-oliva, negro, pardo, rojo. Y, dato curioso: los dictadores de tendencias fascistas tienen una extraña predilección por las camisas.
Desde Hitler, pasando por Perón (los descamisados), hasta llegar a nuestros días, la camisa ha sido uno de los símbolos preferidos de la uniformidad. El color único es evidentemente el símbolo del pensamiento único, que a la vez es la representación del “pensamiento” del dictador. Y la uniformidad es el símbolo de la pérdida de la individualidad y de la diferencia. Encamisada la masa uniforme, la camisa, como en los manicomios, se convierte en una camisa de fuerza. Desde ese momento, la individualidad -uno de los bienes más preciados de la condición humana- es adsorbida por un colectivo puesto al servicio de la voluntad del dictador.
En la masa, sus miembros ya no se pertenecen a sí mismos. Pasan, definitivamente, a ser propiedad del dictador quien posee a la masa sin compasión ni tregua.
Vestidas las multitudes con un mismo color, creen quienes las forman que todos son iguales entre sí: ricos y pobres; negros y blancos; mujeres y hombres; flacos y gordos, todos unidos en un sólo color, que es el color de la dictadura. En el delirio que invade a las muchedumbres cuando aúllan frente al macho furioso que las domina y violenta, imaginan ser guerreros prestos a inmolarse: carne de cañón de la historia patria. En la falsa igualdad de las camisas –obsceno simulacro de una igualdad social que no existe en ninguna parte- asistimos a la capitulación del ciudadano frente a la barbarie; al de la razón frente a la locura: el triunfo glorioso del principio de la muerte por sobre el de la vida: la muerte del Eros y el triunfo de Thanatos.
De ahí que las llamadas concentraciones políticas a las que convoca el dictador, son todo, menos políticas. Habiendo sido cerrado el espacio de la política mediante la prohibición real y simbólica de la diversidad, las concentraciones de masas devienen en verdaderas ceremonias seudo-religiosas destinadas a aclamar la presencia omnímoda del dictador. El dictador aparece entonces frente a “sus” masas como si aquello que tuviera lugar fuera la llegada del Mesías en gloria y majestad.
La masa delirante se realiza frente a la presencia del dictador vociferante, al mismo tiempo que el dictador hunde su –casi siempre- gordo cuerpo en el océano uniforme de la masa. En ese momento apoteósico y delirante, la muchedumbre grita cada vez que el dictador grita. La manada regresa a su momento originario; toda palabra pierde sentido; sólo los sonidos son significantes. Y en medio del estruendo infernal de la catarsis colectiva, suele suceder que el dictador, sobre todo si se trata de un dictador electoralista, caiga en un estado de espasmódico orgasmo retórico. Ya sin límites, comienza a gritar que él es el pueblo; que el pueblo está en él, y todo se confunde en un sólo caos; la locura se apodera de las camisas uniformadas, mientras el dictador, el único, ya no habla con su voz. A través de la estridencia de su boca coprófaga, hablan los antepasados, los “padres de la patria” de quienes el dictador quiere aparecer como un enviado de ultratumba El climax del orgasmo colectivo es alcanzado cuando el dictador, ya fuera de sí, ofrece su vida a las masas que aúllan sin ton ni son frente a ese carnaval orgiástico y pre-histórico, simulacro de inmolaciones y sacrificios colectivos, de sangres imaginariamente derramadas, y de batallas que nunca existieron ni jamás existirán.
9.
Quiénes, ajenos a la locura miran el ominoso espectáculo, son los mismos que saben que la farsa deberá alguna vez –quizás muy pronto- terminar. Y, como humanos que son, sólo desean que, Dios mediante, eso no termine tan mal como todo indica que así ha de suceder
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