Entrevista exclusiva al Papa Francisco
El padre Antonio Spadaro, S.J., hizo tres sesiones de entrevistas con el papa Francisco para explorar en sus planes para la Iglesia Católica, los cambios por venir e historias de su vida. Dieciséis revistas de los jesuitas publicaron esta entrevista exclusiva con el Papa Francisco el día de hoy. En Venezuela, la difusión está a cargo de la Revista SIC, que este año celebra su 75 aniversario. SIC y el Centro Gumilla le han permitido a Prodavinci reproducir el material para nuestros lectores. Cabe acotar que Spadaro es director de La Civiltà Cattolica y esta traducción al español se debe a Luis López-Yarto S.J.
Por Prodavinci | 19 de Septiembre, 2013
“Busquemos ser una Iglesia que encuentra caminos nuevos”
Es el lunes 19 de agosto. El papa Francisco me ha dado una cita para las diez de la mañana en Santa Marta. Yo, sin embargo, quizá por herencia paterna, siento la necesidad de llegar siempre con alguna anticipación. Las personas que me acogen me hacen esperar en una salita. La espera es breve y, tras un momento, alguien me acompaña a subir al ascensor. En dos minutos me ha venido a la memoria la propuesta que surgió en Lisboa, durante una reunión de directores de algunas revistas de la Compañía de Jesús. Allí surgió la idea de publicar todos a la vez una entrevista al Papa. Hablando con los demás directores, formulamos algunas preguntas que pudiesen expresar intereses comunes. Salgo del ascensor y veo al Papa, que me espera ya junto a la puerta. En realidad tengo la curiosa impresión de no haber atravesado puerta alguna.
Cuando entro a su habitación, el Papa ofrece que me siente en una butaca. Sus problemas de espalda hacen que él deba ocupar una silla más alta y rígida que la mía. El ambiente es simple y austero. Sobre el escritorio, el espacio de trabajo es pequeño. Me impresiona lo esencial de los muebles y las demás cosas. Los libros son pocos, son pocos los papeles, pocos los objetos. Entre estos, una imagen de san Francisco, una estatua de Nuestra Señora de Luján, patrona de Argentina, un crucifijo y una estatua de san José sorprendido en el sueño, muy parecida a la que vi en su despacho de rector y superior provincial en el Colegio Máximo de San Miguel. La espiritualidad de Bergoglio no está hecha de “energías en armonía”, como las llamaría él, sino de rostros humanos: Cristo, san Francisco, san José, María.
El Papa me acoge con esa sonrisa que a estas alturas ha dado la vuelta al mundo y que ensancha los corazones. Empezamos a hablar de muchas cosas, pero sobre todo de su viaje a Brasil. El Papa lo considera una verdadera gracia. Le pregunto si ha descansado ya. Me responde que sí, que se encuentra bien, pero, sobre todo, que la Jornada Mundial de la Juventud ha supuesto para él un “misterio”. Me dice que no estaba acostumbrado a hablar a tanta gente: “Yo suelo dirigir la vista a las personas concretas, una a una, y ponerme en contacto de forma personal con quien tengo delante. No estoy hecho a las masas”. Le digo que es verdad, que eso se ve, y que a todos nos impresiona. Se ve que, cuando se encuentra en medio de la gente, en realidad posa sus ojos sobre personas concretas. Como luego las cámaras proyectarán las imágenes y todos podrán contemplarle, queda libre para ponerse en contacto directo, por lo menos ocular, con el que tiene delante. Tengo la impresión de que esto le satisface, es decir, poder ser el que es, no sentirse obligado a cambiar su modo normal de comunicarse con los demás, ni siquiera cuando tiene delante a millones de personas, como fue el caso en la playa de Copacabana.
Antes de que pueda encender mi grabadora hablamos todavía de otra cosa. Comentando una publicación mía, me dice que los dos pensadores franceses contemporáneos que más le gustan son Henri de Lubac y Michel de Certeau. Le confieso también yo algo más personal. Y él comienza a hablarme de sí y de su elección al pontificado. Me dice que cuando comenzó a darse cuenta de que podría llegar a ser elegido –era el miércoles 13 de marzo durante la comida– sintió que le envolvía una inexplicable y profunda paz y consolación interior, junto con una oscuridad total que dejaba en sombras el resto de las cosas. Y que estos sentimientos le acompañaron hasta su elección.
Sinceramente hubiera continuado hablando en este tono familiar por mucho tiempo, pero tomo las páginas con las preguntas que llevo anotadas y enciendo la grabadora. Antes de nada, le doy las gracias en nombre de todos los directores de las revistas de la Compañía de Jesús que publicarán esta entrevista.
El Papa, poco antes de la audiencia que concedió a los jesuitas de la Civiltà Cattolica, me había mencionado su gran renuencia a conceder entrevistas. Me había confesado que prefiere pensarse las cosas más que improvisar respuestas sobre la marcha en una entrevista. Siente que las respuestas precisas le surgen cuando ya ha formulado la primera: “No me reconocía a mí mismo cuando comencé a responder a los periodistas que me lanzaban sus preguntas durante el vuelo de vuelta de Río de Janeiro”, me dice. Pero es cierto: a lo largo de esta entrevista el Papa se ha sentido libre de interrumpir lo que estaba diciendo en su respuesta a una pregunta, para añadir algo a una respuesta anterior. Hablar con el papa Francisco es una especie de flujo volcánico de ideas que se engarzan unas con otras. Incluso el acto de tomar apuntes me produce la desagradable sensación de estar interrumpiendo un diálogo espontáneo. Es obvio que el papa Francisco está más acostumbrado a la conversación que a la cátedra.
¿Quién es Jorge Mario Bergoglio?
Tengo una pregunta preparada, pero decido no seguir el esquema prefijado y la formulo un poco a quemarropa: “¿Quién es Jorge Mario Bergoglio?”. Se me queda mirando en silencio. Le pregunto si es lícito hacerle esta pregunta… Hace un gesto de aceptación y me dice: “No sé cuál puede ser la respuesta exacta… Yo soy un pecador. Esta es la definición más exacta. Y no se trata de un modo de hablar o un género literario. Soy un pecador”.
El Papa sigue reflexionando, concentrado, como si no se hubiese esperado esta pregunta, como si fuese necesario pensarla más.
“Bueno, quizá podría decir que soy despierto, que sé moverme, pero que, al mismo tiempo, soy bastante ingenuo. Pero la síntesis mejor, la que me sale más desde dentro y siento más verdadera es esta: “Soy un pecador en quien el Señor ha puesto los ojos”. Y repite: “Soy alguien que ha sido mirado por el Señor. Mi lema, ‘Miserando atque eligendo’, es algo que, en mi caso, he sentido siempre muy verdadero”.
El papa Francisco ha tomado este lema de las homilías de san Beda el Venerable que, comentando el pasaje evangélico de la vocación de san Mateo, escribe: “Jesús vio un publicano y, mirándolo con amor y eligiéndolo, le dijo: Sígueme”. Añade: “El gerundio latino miserando me parece intraducible tanto en italiano como en español. A mí me gusta traducirlo con otro gerundio que no existe: misericordiando”.
El papa Francisco, siguiendo el hilo de su reflexión, me dice, dando un salto cuyo sentido no acabo de comprender: “Yo no conozco Roma. Son pocas las cosas que conozco. Entre estas está Santa María la Mayor: solía ir siempre”. Riendo, le digo: “¡Lo hemos entendido todos muy bien, Santo Padre!”. “Bueno, sí –prosigue el Papa–, conozco Santa María la Mayor, San Pedro… pero cuando venía a Roma vivía siempre en Vía della Scrofa. Desde allí me acercaba con frecuencia a visitar la iglesia de San Luis de los Franceses y a contemplar el cuadro de la vocación de san Mateo de Caravaggio”. Empiezo a intuir qué me quiere decir el Papa.
“Ese dedo de Jesús, apuntando así… a Mateo. Así estoy yo. Así me siento. Como Mateo”. Y en este momento el Papa se decide, como si hubiese captado la imagen de sí mismo que andaba buscando: “Me impresiona el gesto de Mateo. Se aferra a su dinero, como diciendo: ‘¡No, no a mí! No, ¡este dinero es mío!’. Esto es lo que yo soy: un pecador al que el Señor ha dirigido su mirada… Y esto es lo que dije cuando me preguntaron si aceptaba la elección de Pontífice”. Y murmura: “Peccator sum, sed super misericordia el infinita patientia Domini nostri Jesu Christi confisus et in spiritu penitentiae accepto”.
¿Por qué se hizo jesuita?
Me hago cargo de que esta fórmula de aceptación es para el papa Francisco una tarjeta de identidad. Nada más que añadir. Y continúo con la que llevaba preparada como primera pregunta: “Santo Padre, ¿qué le movió a tomar la decisión de entrar en la Compañía de Jesús? ¿Qué le llamaba la atención en la Orden de los jesuitas?”.
“Quería algo más. Pero no sabía qué era. Había entrado en el seminario. Me atraían los dominicos y tenía amigos dominicos. Pero al fin he elegido la Compañía, que llegué a conocer bien, al estar nuestro seminario confiado a los jesuitas. De la Compañía me impresionaron tres cosas: su carácter misionero, la comunidad y la disciplina. Y esto es curioso, porque yo soy un indisciplinado nato, nato, nato. Pero su disciplina, su modo de ordenar el tiempo, me ha impresionado mucho”.
“Y, después, hay algo fundamental para mí: la comunidad. Había buscado desde siempre una comunidad. No me veía sacerdote solo: tengo necesidad de comunidad. Y lo deja claro el hecho de haberme quedado en Santa Marta: cuando fui elegido ocupaba, por sorteo, la habitación 207. Esta en que nos encontramos ahora es una habitación de huéspedes. Decidí vivir aquí, en la habitación 201, porque, al tomar posesión del apartamento pontificio, sentí dentro de mí un ‘no’. El apartamento pontificio del palacio apostólico no es lujoso. Es antiguo, grande y puesto con buen gusto, no lujoso. Pero en resumidas cuentas es como un embudo al revés. Grande y espacioso, pero con una entrada de verdad muy angosta. No es posible entrar sino con cuentagotas, y yo, la verdad, sin gente no puedo vivir. Necesito vivir mi vida junto a los demás”.
Mientras el Papa habla de misión y de comunidad, me vienen a la cabeza tantos documentos de la Compañía de Jesús que hablan de “comunidad para la misión”, y los descubro en sus palabras.
Y para un jesuita, ¿qué significa ser Papa?
Quiero seguir en esta línea, y lanzo al Papa una pregunta que parte del hecho de que él es el primer jesuita elegido Obispo de Roma: “¿Cómo entiende el servicio a la Iglesia universal, que Ud. ha sido llamado a desempeñar, a la luz de la espiritualidad ignaciana? ¿Qué significa para un jesuita haber sido elegido Papa? ¿Qué aspecto de la espiritualidad ignaciana le ayuda más a vivir su ministerio?”.
“El discernimiento”, responde el papa Francisco. “El discernimiento es una de las cosas que Ignacio ha elaborado más interiormente. Para él, es un instrumento de lucha para conocer mejor al Señor y seguirlo más de cerca. Me ha impresionado siempre una máxima con la que suele describirse la visión de Ignacio: Non coerceri maximo, sed contineri minimo divinum est. He reflexionado largamente sobre esta frase por lo que toca al gobierno, a ser superior: no tener límite para lo grande, pero concentrarse en lo pequeño. Esta virtud de lo grande y lo pequeño se llama magnanimidad, y, a cada uno desde la posición que ocupa, hace que pongamos siempre la vista en el horizonte. Es hacer las cosas pequeñas de cada día con el corazón grande y abierto a Dios y a los otros. Es dar su valor a las cosas pequeñas en el marco de los grandes horizontes, los del Reino de Dios”.
“Esta máxima ofrece parámetros para adoptar la postura correcta en el discernimiento, para sentir las cosas de Dios desde su ‘punto de vista’. Para san Ignacio hay que encarnar los grandes principios en las circunstancias de lugar, tiempo y personas. A su modo, Juan XXIII adoptó esta actitud de gobierno al repetir la máxima Omnia videre, multa disimulare, pauca corrigere porque, aun viendo omnia, dimensión máxima, prefería actuar sobre pauca, dimensión mínima”.
“Es posible tener proyectos grandes y llevarlos a cabo actuando sobre cosas mínimas. Podemos usar medios débiles que resultan más eficaces que los fuertes, como dice san Pablo en la primera Carta a los Corintios”.
“Un discernimiento de este tipo requiere tiempo. Son muchos, por poner un ejemplo, los que creen que los cambios y las reformas pueden llegar en un tiempo breve. Yo soy de la opinión de que se necesita tiempo para poner las bases de un cambio verdadero y eficaz. Se trata del tiempo del discernimiento. Y a veces, por el contrario, el discernimiento nos empuja a hacer ya lo que inicialmente pensábamos dejar para más adelante. Es lo que me ha sucedido a mí en estos meses. Y el discernimiento se realiza siempre en presencia del Señor, sin perder de vista los signos, escuchando lo que sucede, el sentir de la gente, sobre todo de los pobres. Mis decisiones, incluso las que tienen que ver con la vida normal, como el usar un coche modesto, van ligadas a un discernimiento espiritual que responde a exigencias que nacen de las cosas, de la gente, de la lectura de los signos de los tiempos. El discernimiento en el Señor me guía en mi modo de gobernar”.
“Pero, mire, yo desconfío de las decisiones tomadas improvisadamente. Desconfío de mi primera decisión, es decir, de lo primero que se me ocurre hacer cuando debo tomar una decisión. Suele ser un error. Hay que esperar, valorar internamente, tomarse el tiempo necesario. La sabiduría del discernimiento nos libra de la necesaria ambigüedad de la vida, y hace que encontremos los medios oportunos, que no siempre se identificarán con lo que parece grande o fuerte”.
La Compañía de Jesús
El discernimiento es, por tanto, un pilar de la espiritualidad del Papa. Esto es algo que expresa de forma especial su identidad de jesuita. En consecuencia, le pregunto cómo puede la Compañía de Jesús servir a la Iglesia de hoy, con qué rasgos peculiares, y también cuáles son los riesgos que le pueden amenazar.
“La Compañía es una institución en tensión, siempre radicalmente en tensión. El jesuita es un descentrado. La Compañía en sí misma está descentrada: su centro es Cristo y su Iglesia. Por tanto, si la Compañía mantiene en el centro a Cristo y a la Iglesia, tiene dos puntos de referencia en su equilibrio para vivir en la periferia. Pero si se mira demasiado a sí misma, si se pone a sí misma en el centro, sabiéndose una muy sólida y muy bien ‘armada’ estructura, corre peligro de sentirse segura y suficiente. La Compañía tiene que tener siempre delante el Deus Semper maior, la búsqueda de la Gloria de Dios cada vez mayor, la Iglesia Verdadera Esposa de Cristo nuestro Señor, Cristo Rey que nos conquista y al que ofrecemos nuestra persona y todos nuestros esfuerzos, aunque seamos poco adecuados vasos de arcilla. Esta tensión nos sitúa continuamente fuera de nosotros mismos. El instrumento que hace verdaderamente fuerte a una Compañía descentrada es la realidad, a la vez paterna y materna, de la ‘cuenta de conciencia’, y precisamente porque le ayuda a emprender mejor la misión”.
Aquí el Papa hace referencia a un punto específico de las Constituciones de la Compañía de Jesús, que dice que el jesuita debe “manifestar su conciencia”, es decir, la situación interior que vive, de modo que el superior pueda obrar con conocimiento más exacto al enviar una persona a su misión.
“Pero es difícil hablar de la Compañía –prosigue el papa Francisco–. Si somos demasiado explícitos, corremos el riesgo de equivocarnos. De la Compañía se puede hablar solamente en forma narrativa. Solo en la narración se puede hacer discernimiento, no en las explicaciones filosóficas o teológicas, en las que es posible la discusión. El estilo de la Compañía no es la discusión, sino el discernimiento, cuyo proceso supone obviamente discusión. El aura mística jamás define sus bordes, no completa el pensamiento. El jesuita debe ser persona de pensamiento incompleto, de pensamiento abierto. Ha habido etapas en la vida de la Compañía en las que se ha vivido un pensamiento cerrado, rígido, más instructivo-ascético que místico: esta deformación generó el Epítome del Instituto”.
Con esto el Papa alude a una especie de resumen práctico, en uso en la Compañía y formulado en el siglo XX, que llegó a ser considerado como sustituto de las Constituciones. La formación que los jesuitas recibían sobre la Compañía, durante un tiempo, venía marcada por este texto, hasta el punto que alguno podía no haber leído nunca las Constituciones, que constituyen el texto fundacional. Según el Papa, durante este período en la Compañía las reglas han corrido el peligro de ahogar el espíritu, saliendo vencedora la tentación de explicitar y hacer demasiado claro el carisma.
Prosigue: “No. El jesuita piensa, siempre y continuamente, con los ojos puestos en el horizonte hacia el que debe caminar, teniendo a Cristo en el centro. Esta es su verdadera fuerza. Y esto es lo que empuja a la Compañía a estar en búsqueda, a ser creativa, generosa. Por eso hoy más que nunca ha de ser contemplativa en la acción; tiene que vivir una cercanía profunda a toda la Iglesia, entendida como ‘pueblo de Dios’ y ‘santa madre Iglesia Jerárquica’. Esto requiere mucha humildad, sacrificio y valentía, especialmente cuando se vive incomprensiones o cuando se es objeto de equívocos o calumnias; pero es la actitud más fecunda. Pensemos en las tensiones del pasado con ocasión de los ritos chinos o los ritos malabares, o lo ocurrido en la reducciones del Paraguay”.
“Yo mismo soy testigo de incomprensiones y problemas que la Compañía ha vivido aun en tiempo reciente. Entre estas estuvieron los tiempos difíciles en que surgió la cuestión de extender el ‘cuarto voto’ de obediencia al Papa a todos los jesuitas. Lo que a mí me daba seguridad en tiempos del padre Arrupe era que se trataba de un hombre de oración, un hombre que pasaba mucho tiempo en oración. Lo recuerdo cuando oraba sentado en el suelo, como hacen los japoneses. Eso creó en él las actitudes convenientes e hizo que tomara las decisiones correctas”.
El modelo: Pedro Fabro, “sacerdote reformado”
En este momento me pregunto qué figuras de jesuitas, desde los orígenes de la Compañía hasta hoy, le habrán impresionado de modo especial. Y le pregunto al Pontífice si hay algunos, cuáles son y por qué. El Papa comienza citando a san Ignacio y san Francisco Javier, pero enseguida se detiene en una figura que los jesuitas conocen, pero que no es muy conocida por lo general: el beato Pedro Fabro (1506-1546), saboyano. Se trata de uno de los primeros compañeros de san Ignacio, el primero de todos, compañero de habitación cuando los dos eran estudiantes en la Sorbona. El tercer ocupante de aquella habitación era Francisco Javier. Pío IX le declaró beato el 5 de septiembre de 1872, y está tramitándose el proceso de canonización.
Me cita una edición de su Memorial, cuya publicación él mismo encargó, siendo superior provincial, a dos especialistas jesuitas, los padres Miguel A. Fiorito y Jaime H. Amadeo. Una edición que gusta especialmente al Papa es la preparada por Michael de Certeau. Le pregunto qué le llama tanto la atención de Fabro, y qué rasgos le impresionan más de él.
“El diálogo con todos, aun con los más lejanos y con los adversarios; su piedad sencilla, cierta probable ingenuidad, su disponibilidad inmediata, su atento discernimiento interior, el ser un hombre de grandes y fuertes decisiones que hacía compatible con ser dulce, dulce…”.
Al escuchar al papa Francisco, que va enumerando las características personales de su jesuita preferido, comprendo hasta qué punto esta figura haya constituido para él un verdadero modelo de vida. Michel de Certeau define a Fabro sencillamente como el “sacerdote reformado” para quien experiencia interior, expresión dogmática y reforma estructural eran realidades estrechamente inseparables. Me parece entender, por eso, que el papa Francisco se inspira en este tipo de reforma. Pero él sigue adelante, reflexionando sobre el verdadero rostro del fundador.
“Ignacio es un místico, no un asceta. Me enfada mucho cuando oigo decir que los Ejercicios Espirituales son ignacianos solo porque se hacen en silencio. La verdad es que los Ejercicios pueden ser perfectamente ignacianos incluso en la vida corriente y sin silencio. La tendencia que subraya el ascetismo, el silencio y la penitencia es una desviación que se ha difundido incluso en la Compañía, especialmente en el ámbito español. Yo, por mi parte, soy y me siento más cercano a la corriente mística, la de Luois Lallement y Jean-Joseph Surin. Fabro era un místico”.
La experiencia de gobierno
¿Qué tipo de experiencia de gobierno puede hacer madurar la formación que ha recibido el padre Bergoglio, que fue superior y superior provincial de la Compañía de Jesús? El estilo de gobierno de la Compañía implica que el superior toma las decisiones, pero también que establece diálogo con sus “consultores”. Pregunto al Papa: “¿Piensa que su experiencia de gobierno en el pasado puede ser útil para su situación actual, al frente del gobierno universal de la Iglesia?”.
El Papa Francisco, tras una breve pausa de reflexión se pone serio, pero muy sereno.
“En mi experiencia de superior en la Compañía, si soy sincero, no siempre me he comportado así, haciendo las necesarias consultas. Y eso no ha sido bueno. Mi gobierno como jesuita, al comienzo, adolecía de muchos defectos. Corrían tiempos difíciles para la Compañía: había desaparecido una generación entera de jesuitas. Eso hizo que yo fuera provincial aún muy joven. Tenía 36 años: una locura. Había que afrontar situaciones difíciles, y yo tomaba mis decisiones de manera brusca y personalista. Es verdad, pero debo añadir una cosa: cuando confío algo a una persona, me fío totalmente de esa persona. Debe cometer un error muy grande para que yo la reprenda. Pero, a pesar de esto, al final la gente se cansa del autoritarismo. Mi forma autoritaria y rápida de tomar decisiones me ha llevado a tener problemas serios y a ser acusado de ultraconservador. Tuve un momento de gran crisis interior estando en Córdoba. No habré sido ciertamente como la beata Imelda, pero jamás he sido de derechas. Fue mi forma autoritaria de tomar decisiones la que me creó problemas”.
“Todo esto que digo es experiencia de la vida y lo expreso por dar a entender los peligros que existen. Con el tiempo he aprendido muchas cosas. El Señor ha permitido esta pedagogía de gobierno, aunque haya sido por medio de mis defectos y mis pecados. Sucedía que, como arzobispo de Buenos Aires, convocaba una reunión con los seis obispos auxiliares cada quince días y varias veces al año con el Consejo presbiteral. Se formulaban preguntas y se dejaba espacio para la discusión. Esto me ha ayudado mucho a optar por las decisiones mejores. Ahora, sin embargo, oigo a algunas personas que me dicen: “No consulte demasiado y decida”. Pero yo creo que consultar es muy importante. Los consistorios y los sínodos, por ejemplo, son lugares importantes para lograr que esta consulta llegue a ser verdadera y activa. Lo que hace falta es darles una forma menos rígida. Deseo consultas reales, no formales. La consulta a los ocho cardenales, ese grupo consultivo externo, no es decisión solamente mía, sino que es fruto de la voluntad de los cardenales, tal como se expresó en las Congregaciones Generales antes del Cónclave. Y deseo que sea una consulta real, no formal”.
“Sentir con la Iglesia”
No abandono el tema de la Iglesia e intento comprender qué significa exactamente para el Papa Francisco el “sentir con la Iglesia” del que escribe San Ignacio en sus Ejercicios Espirituales. El Papa responde sin dudar, partiendo de una imagen.
“Una imagen de Iglesia que me complace es la de pueblo santo, fiel a Dios. Es la definición que uso a menudo y, por otra parte, es la de la Lumen Gentium en su número 12. La pertenencia a un pueblo tiene un fuerte valor teológico: Dios, en la historia de la salvación, ha salvado a un pueblo. No existe identidad plena sin pertenencia a un pueblo. Nadie se salva solo, como individuo aislado, sino que Dios nos atrae tomando en cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que se establecen en la comunidad humana. Dios entra en esta dinámica popular”.
“El pueblo es sujeto. Y la Iglesia es el pueblo de Dios en camino a través de la historia, con gozos y dolores. Sentir con la Iglesia, por tanto, para mí quiere decir estar en este pueblo. Y el conjunto de fieles es infalible cuando cree, y manifiesta esta infalibilidad suya al creer, mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo que camina. Esta es mi manera de entender el sentir con la Iglesia de que habla san Ignacio. Cuando el diálogo entre la gente y los obispos y el Papa sigue esta línea y es leal, está asistido por el Espíritu Santo. No se trata, por tanto, de un sentir referido a los teólogos”.
“Sucede como con María: Si se quiere saber quién es, se pregunta a los teólogos; si se quiere saber cómo se la ama, hay que preguntar al pueblo. María, a su vez, amó a Jesús con corazón de pueblo, como se lee en el Magníficat. Por tanto, no hay ni que pensar que la comprensión del ‘sentir con la Iglesia’ tenga que ver únicamente con sentir con su parte jerárquica”.
El Papa, tras un momento de pausa, precisa de manera seca, para evitar ser malentendido: “Obviamente hay que tener cuidado de no pensar que esta infallibilitas de todos los fieles, de la que he hablado a la luz del Concilio, sea una forma de populismo. No: es la experiencia de la ‘santa madre Iglesia jerárquica’, como la llamaba san Ignacio, de la Iglesia como pueblo de Dios, pastores y pueblo juntos. La Iglesia es la totalidad del pueblo de Dios”.
“Yo veo la santidad en el pueblo de Dios, su santidad cotidiana. Existe una ‘clase media de la santidad’ de la que todos podemos formar parte, aquella de que habla Malègue”.
El Papa se refiere a Joseph Malègue, escritor francés muy de su agrado, nacido en 1876 y muerto en 1940. En particular a su trilogía incompleta Pierres noires: Les Classes moyennes du Salut. Algunos críticos franceses lo han definido como “el Proust católico”.
“Veo la santidad –prosigue el Papa– en el pueblo de Dios paciente: una mujer que cría a sus hijos, un hombre que trabaja para llevar a casa el pan, los enfermos, los sacerdotes ancianos tantas veces heridos pero siempre con su sonrisa porque han servido al Señor, las religiosas que tanto trabajan y que viven una santidad escondida. Esta es, para mí, la santidad común. Yo asocio frecuentemente la santidad a la paciencia: no solo la paciencia comohypomoné, hacerse cargo de los sucesos y las circunstancias de la vida, sino también como constancia para seguir hacia delante día a día. Esta es la santidad de la Iglesia militante de la que habla el mismo san Ignacio. Esta era la santidad de mis padres: de mi padre, de mi madre, de mi abuela Rosa, que me ha hecho tanto bien. En el breviario llevo el testamento de mi abuela Rosa, y lo leo a menudo: porque para mí es como una oración. Es una santa que ha sufrido mucho, incluso moralmente, y ha seguido valerosamente siempre hacia delante”.
“Esta Iglesia con la que debemos sentir es la casa de todos, no una capillita en la que cabe solo un grupito de personas selectas. No podemos reducir el seno de la Iglesia universal a un nido protector de nuestra mediocridad. Y la Iglesia es Madre –prosigue–. La Iglesia es fecunda, debe serlo. Mire, cuando percibo comportamientos negativos en ministros de la Iglesia o en consagrados o consagradas, lo primero que se me ocurre es: ‘un solterón’, ‘una solterona’. No son ni padres ni madres. No han sido capaces de dar vida. Y sin embargo cuando, por ejemplo, leo la vida de los misioneros salesianos que fueron a la Patagonia, leo una historia de vida y de fecundidad”.
“Otro ejemplo de estos días: he visto que los periódicos se han hecho mucho eco de una llamada de teléfono que hice a un muchacho que me había escrito una carta. Le telefoneé porque aquella carta había sido muy hermosa, muy sencilla. Para mí, supuso un acto de fecundidad. Caí en la cuenta de que se trataba de un joven que está creciendo, que ha reconocido a su padre y le cuenta, sin más, algo de su vida. El padre no puede decirle, simplemente, ‘paso de ti’. A mí, esta fecundidad me hace mucho bien”.
Iglesias jóvenes e iglesias antiguas
Sigo con el tema de la Iglesia, y dirijo al Papa una pregunta a la luz de la reciente Jornada Mundial de la Juventud. “Este enorme evento ha puesto bajo los reflectores a los jóvenes, pero no menos a esos ‘pulmones espirituales’ que son las iglesias de institución más reciente. ¿Qué esperanzas le parece que pueden surgir desde estas Iglesias para la Iglesia universal?”
“Las Iglesias jóvenes logran una síntesis de fe, cultura y vida en progreso diferente de la que logran las Iglesias más antiguas. Para mí, la relación entre las Iglesias de tradición más antigua y las más recientes se parece a la relación que existe entre jóvenes y ancianos en una sociedad: construyen el futuro, unos con su fuerza y los otros con su sabiduría. El riesgo está siempre presente, es obvio; las Iglesias más jóvenes corren peligro de sentirse autosuficientes, y las más antiguas el de querer imponer a los jóvenes sus modelos culturales. Pero el futuro se construye unidos”.
¿Es la Iglesia un hospital de campaña?
El papa Benedicto XVI, al anunciar su renuncia al pontificado, describía un mundo actual sometido a rápidos cambios y agitado por unas cuestiones de enorme importancia para la vida de fe, que reclaman gran vigor de cuerpo y alma. Pregunto al Papa, también a la luz de lo que acaba de decir: “¿De qué tiene la Iglesia mayor necesidad en este momento histórico? ¿Hacen falta reformas? ¿Cuáles serían sus deseos para la Iglesia de los próximos años? ¿Qué Iglesia ‘sueña’?”.
El papa Francisco, refiriéndose al comienzo de mi pregunta, comienza diciendo: “El papa Benedicto realizó un acto de santidad, de grandeza y de humildad. Es un hombre de Dios”. Mostrando así un gran afecto y gran estima por su predecesor.
“Veo con claridad –prosigue– que lo que la Iglesia necesita con mayor urgencia hoy es una capacidad de curar heridas y dar calor a los corazones de los fieles, cercanía, proximidad. Veo a la Iglesia como un hospital de campaña tras una batalla. ¡Qué inútil es preguntarle a un herido si tiene altos el colesterol o el azúcar! Hay que curarle las heridas. Ya hablaremos luego del resto. Curar heridas, curar heridas… Y hay que comenzar por lo más elemental”.
“La Iglesia a veces se ha dejado envolver en pequeñas cosas, en pequeños preceptos. Cuando lo más importante es el anuncio primero: ‘¡Jesucristo te ha salvado!’. Y los ministros de la Iglesia deben ser, ante todo, ministros de misericordia. Por ejemplo, el confesor corre siempre peligro de ser o demasiado rigorista o demasiado laxo. Ninguno de los dos es misericordioso, porque ninguno de los dos se hace de verdad cargo de la persona. El rigorista se lava las manos y lo remite a lo que está mandado. El laxo se lava las manos diciendo simplemente ‘esto no es pecado’ o algo semejante. A las personas hay que acompañarlas, las heridas necesitan curación”.
“¿Cómo estamos tratando al pueblo de Dios? Yo sueño con una Iglesia Madre y Pastora. Los ministros de la Iglesia tienen que ser misericordiosos, hacerse cargo de las personas, acompañándolas como el buen samaritano que lava, limpia y consuela a su prójimo. Esto es Evangelio puro. Dios es más grande que el pecado. Las reformas organizativas y estructurales son secundarias, es decir, vienen después. La primera reforma debe ser la de las actitudes. Los ministros del Evangelio deben ser personas capaces de caldear el corazón de las personas, de caminar con ellas en la noche, de saber dialogar e incluso descender a su noche y su oscuridad sin perderse. El pueblo de Dios necesita pastores y no funcionarios ‘clérigos de despacho’. Los obispos, especialmente, han de ser hombres capaces de apoyar con paciencia los pasos de Dios en su pueblo, de modo que nadie quede atrás, así como de acompañar al rebaño, con su olfato para encontrar veredas nuevas”.
“En lugar de ser solamente una Iglesia que acoge y recibe, manteniendo sus puertas abiertas, busquemos más bien ser una Iglesia que encuentra caminos nuevos, capaz de salir de sí misma yendo hacia el que no la frecuenta, hacia el que se marchó de ella, hacia el indiferente. El que abandonó la Iglesia a veces lo hizo por razones que, si se entienden y valoran bien, pueden ser el inicio de un retorno. Pero es necesario tener audacia y valor”.
Recojo lo que está diciendo el Santo Padre para hablar de aquellos cristianos que viven situaciones irregulares para la Iglesia, o diversas situaciones complejas; cristianos que, de un modo o de otro, mantienen heridas abiertas. Pienso en los divorciados vueltos a casar, en parejas homosexuales y en otras situaciones difíciles. ¿Cómo hacer pastoral misionera en estos casos? ¿Dónde encontrar un punto de apoyo? El Papa da a entender con un gesto que ha comprendido lo que quiero decirle y me responde.
“Tenemos que anunciar el Evangelio en todas partes, predicando la buena noticia del Reino y curando, también con nuestra predicación, todo tipo de herida y cualquier enfermedad. En Buenos Aires recibía cartas de personas homosexuales que son verdaderos ’heridos sociales‘, porque me dicen que sienten que la Iglesia siempre les ha condenado. Pero la Iglesia no quiere hacer eso. Durante el vuelo en que regresaba de Río de Janeiro dije que si una persona homosexual tiene buena voluntad y busca a Dios, yo no soy quién para juzgarla. Al decir esto he dicho lo que dice el Catecismo. La religión tiene derecho de expresar sus propias opiniones al servicio de las personas, pero Dios en la creación nos ha hecho libres: no es posible una injerencia espiritual en la vida personal. Una vez una persona, para provocarme, me preguntó si yo aprobaba la homosexualidad. Yo entonces le respondí con otra pregunta: ‘Dime, Dios, cuando mira a una persona homosexual, ¿aprueba su existencia con afecto o la rechaza y la condena?’. Hay que tener siempre en cuenta a la persona. Y aquí entramos en el misterio del ser humano. En esta vida Dios acompaña a las personas y es nuestro deber acompañarlas a partir de su condición. Hay que acompañar con misericordia. Cuando sucede así, el Espíritu Santo inspira al sacerdote la palabra oportuna”.
“Esta es la grandeza de la confesión: que se evalúa caso a caso, que se puede discernir qué es lo mejor para una persona que busca a Dios y su gracia. El confesionario no es una sala de tortura, sino aquel lugar de misericordia en el que el Señor nos empuja a hacer lo mejor que podamos. Estoy pensando en la situación de una mujer que tiene a sus espaldas el fracaso de un matrimonio en el que se dio también un aborto. Después de aquello esta mujer se ha vuelto a casar y ahora vive en paz con cinco hijos. El aborto le pesa enormemente y está sinceramente arrepentida. Le encantaría retomar la vida cristiana. ¿Qué hace el confesor?”.
“No podemos seguir insistiendo solo en cuestiones referentes al aborto, al matrimonio homosexual o al uso de anticonceptivos. Es imposible. Yo he hablado mucho de estas cuestiones y he recibido reproches por ello. Pero si se habla de estas cosas hay que hacerlo en un contexto. Por lo demás, ya conocemos la opinión de la Iglesia y yo soy hijo de la Iglesia, pero no es necesario estar hablando de estas cosas sin cesar”.
“Las enseñanzas de la Iglesia, sean dogmáticas o morales, no son todas equivalentes. Una pastoral misionera no se obsesiona por transmitir de modo desestructurado un conjunto de doctrinas para imponerlas insistentemente. El anuncio misionero se concentra en lo esencial, en lo necesario, que, por otra parte es lo que más apasiona y atrae, es lo que hace arder el corazón, como a los discípulos de Emaús”.
“Tenemos, por tanto, que encontrar un nuevo equilibrio, porque de otra manera el edificio moral de la Iglesia corre peligro de caer como un castillo de naipes, de perder la frescura y el perfume del Evangelio. La propuesta evangélica debe ser más sencilla, más profunda e irradiante. Solo de esta propuesta surgen luego las consecuencias morales”.
“Digo esto pensando también en la predicación y en los contenidos de nuestra predicación. Una buena homilía, una verdadera homilía, debe comenzar con el primer anuncio, con el anuncio de la salvación. No hay nada más sólido, profundo y seguro que este anuncio. Después vendrá una catequesis. Después se podrá extraer alguna consecuencia moral. Pero el anuncio del amor salvífico de Dios es previo a la obligación moral y religiosa. Hoy parece a veces que prevalece el orden inverso. La homilía es la piedra de toque si se quiere medir la capacidad de encuentro de un pastor con su pueblo, porque el que predica tiene que reconocer el corazón de su comunidad para buscar dónde permanece vivo y ardiente el deseo de Dios. Por eso el mensaje evangélico no puede quedar reducido a algunos aspectos que, aun siendo importantes, no manifiestan ellos solos el corazón de la enseñanza de Jesús”.
El primer Papa religioso después de 182 años
El papa Francisco es el primer Pontífice que proviene de una orden religiosa después del camaldulense Gregorio XVI, elegido en 1831, hace 182 años. Así, pues, pregunto: “¿Qué puesto específico tienen hoy en la Iglesia los religiosos y las religiosas?”.
“Los religiosos son profetas. Son los que eligieron un modo de seguir a Jesús que imita su vida con la obediencia al Padre, la pobreza, la vida de comunidad y la castidad. En este sentido, los votos no pueden acabar convirtiéndose en caricaturas, porque cuando así sucede, por ejemplo, la vida de comunidad se vuelve un infierno y la castidad una vida de solterones. El voto de castidad debe ser un voto de fecundidad. En la Iglesia los religiosos son llamados especialmente a ser profetas que dan testimonio de cómo se vive a Jesús en este mundo, y que anuncian cómo será el Reino de Dios cuando llegue a su perfección. Un religioso no debe jamás renunciar a la profecía. Lo cual no significa actitud de oposición a la parte jerárquica de la Iglesia, aunque función profética y estructura jerárquica no coinciden. Estoy hablando de una propuesta positiva, que no debe realizarse con temor. Pensemos en lo que han hecho tantos grandes santos de la vida monástica, religiosos y religiosas, desde tiempos de san Antonio Abad. Ser profeta implica, a veces, hacer ruido, no sé cómo decir… La profecía crea alboroto, estruendo, alguno diría que crea ‘gran confusión’. Pero en realidad su carisma es ser levadura: la profecía anuncia el espíritu del Evangelio”.
Dicasterios romanos, sinodalidad, ecumenismo
Partiendo de la alusión a la Jerarquía, en este momento pregunto al Papa: “¿Qué piensa de los dicasterios romanos?”.
“Los dicasterios romanos están al servicio del Papa y de los obispos: tienen que ayudar a las Iglesias particulares y a las conferencias episcopales. Son instancias de ayuda. Pero, en algunos casos, cuando no son bien entendidos, corren peligro de convertirse en organismos de censura. Impresiona ver las denuncias de falta de ortodoxia que llegan a Roma. Pienso que quien debe estudiar los casos son las conferencias episcopales locales, a las que Roma puede servir de valiosa ayuda. La verdad es que los casos se tratan mejor sobre el terreno. Los dicasterios romanos son mediadores, no intermediarios ni gestores”.
Recuerdo al Papa que el pasado 29 de junio, durante la ceremonia de bendición e imposición de los palios a los 34 arzobispos metropolitanos, definió “la vía de la sinodalidad” como el camino que lleva a la Iglesia unida “a crecer en armonía con el servicio del primado”. En consecuencia, mi pregunta es esta: “¿Cómo conciliar en armonía primado petrino y solidaridad? ¿Qué caminos son practicables, incluso con perspectiva ecuménica?”.
“Debemos caminar juntos: la gente, los obispos y el Papa. Hay que vivir la sinodalidad a varios niveles. Quizá es tiempo de cambiar la metodología del sínodo, porque la actual me parece estática. Eso podrá llegar a tener valor ecuménico, especialmente con nuestros hermanos ortodoxos. De ellos podemos aprender mucho sobre el sentido de la colegialidad episcopal y sobre la tradición de sinodalidad. El esfuerzo de reflexión común, observando cómo se gobernaba la Iglesia en los primeros siglos, antes de la ruptura entre Oriente y Occidente, acabará dando frutos. Para las relaciones ecuménicas es importante una cosa: no solo conocerse mejor, sino también reconocer lo que el Espíritu ha ido sembrando en los otros como don también para nosotros. Yo deseo proseguir la reflexión sobre cómo ejercer el primado petrino que inició ya en 2007 la Comisión Mixta y que condujo a la firma del Documento de Ravena. Hay que seguir esta vía”.
Intento captar cómo ve el Papa el futuro de la unidad de la Iglesia. Me responde: “Tenemos que caminar unidos en las diferencias: no existe otro camino para unirnos. El camino de Jesús es ese”.
¿Y el papel de la mujer en la Iglesia? El Papa se ha referido más de una vez a este tema en ocasiones diversas. En una entrevista afirmó que la presencia femenina en la Iglesia apenas se ha hecho notar, porque la tentación del machismo no ha dejado espacio para hacer visible el papel que corresponde a la mujer en la comunidad. Retomó el tema durante el viaje de vuelta de Río de Janeiro, afirmando que no se ha hecho aún una teología profunda de la mujer. Yo le pregunto: “¿Cuál debe ser el papel de la mujer en la Iglesia? ¿Qué hacer hoy para darle una mayor visibilidad?”.
“Es necesario ampliar los espacios para una presencia femenina más incisiva en la Iglesia. Temo la solución del ‘machismo con faldas’, porque la mujer tiene una estructura diferente del varón. Pero los discursos que oigo sobre el rol de la mujer a menudo se inspiran en una ideología machista. Las mujeres están formulando cuestiones profundas que debemos afrontar. La Iglesia no puede ser ella misma sin la mujer y el papel que esta desempeña. La mujer es imprescindible para la Iglesia. María, una mujer, es más importante que los obispos. Digo esto porque no hay que confundir la función con la dignidad. Es preciso, por tanto, profundizar más en la figura de la mujer en la Iglesia. Hay que trabajar más hasta elaborar una teología profunda de la mujer. Solo tras haberlo hecho podremos reflexionar mejor sobre su función dentro de la Iglesia. En los lugares donde se toman las decisiones importantes es necesario el genio femenino. Afrontamos hoy este desafío: reflexionar sobre el puesto específico de la mujer incluso allí donde se ejercita la autoridad en los varios ámbitos de la Iglesia”.
El Concilio Vaticano II
“¿Qué hizo el Concilio Vaticano II? ¿Qué fue, en realidad?”. Le dirijo esta pregunta a la luz de las afirmaciones que acaba de hacer, imaginando una respuesta larga y organizada. Y, sin embargo, me da la impresión de que el Papa considerase el Concilio un hecho tan incontestable que apenas valiera la pena dedicarle mucho tiempo corroborando su importancia.
“El Vaticano II supuso una relectura del Evangelio a la luz de la cultura contemporánea. Produjo un movimiento de renovación que viene sencillamente del mismo Evangelio. Los frutos son enormes. Basta recordar la liturgia. El trabajo de reforma litúrgica hizo un servicio al pueblo, releyendo el Evangelio a partir de una situación histórica completa. Sí, hay líneas de continuidad y de discontinuidad, pero una cosa es clara: la dinámica de lectura del Evangelio actualizada para hoy, propia del Concilio, es absolutamente irreversible. Luego están algunas cuestiones concretas, como la liturgia según el Vetus Ordo. Pienso que la decisión del papa Benedicto estuvo dictada por la prudencia, procurando ayudar a algunas personas que tienen esa sensibilidad particular. Lo que considero preocupante es el peligro de ideologización, de instrumentalización del Vetus Ordo”.
Buscar y encontrar a Dios en todas las cosas
El discurso del papa Francisco se inclina hacia la apertura cuando habla de los desafíos que afrontamos hoy. Hace algunos años escribía que para ver la realidad hace falta una mirada de fe, porque si no, se contempla una realidad fragmentada, dividida. Este sería uno de los temas de la encíclica Lumen fidei. Tengo presente algunos pasajes de los discursos del papa Francisco durante la Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro. Se los cito: “Dios es real, si se manifiesta en nuestro hoy”; “Dios está en todas partes”. Son frases que hacen eco a la expresión ignaciana “buscar y encontrar a Dios en todas las cosas”.
Le pregunto al Papa: “Santidad, ¿cómo se hace para buscar y encontrar a Dios en todas las cosas?”.
“Lo que dije en Río tiene un valor temporal. Es verdad que tenemos la tentación de buscar a Dios en el pasado o en lo que creemos que puede darse en el futuro. Dios está ciertamente en el pasado porque está en las huellas que ha ido dejando. Y está también en el futuro como promesa. Pero el Dios ’concreto‘, por decirlo así, es hoy. Por eso las lamentaciones jamás nos ayudan a encontrar a Dios. Las lamentaciones que se oyen hoy sobre cómo va este mundo ’bárbaro‘ acaban generando en la Iglesia deseos de orden, entendido como pura conservación, como defensa. No: hay que encontrar a Dios en nuestro hoy”.
“Dios se manifiesta en una revelación histórica, en el tiempo. Es el tiempo el que inicia los procesos, el espacio los cristaliza. Dios se encuentra en el tiempo, en los procesos en curso. No hay que dar preferencia a los espacios de poder frente a los tiempos, a veces largos, de los procesos. Lo nuestro es poner en marcha procesos, más que ocupar espacios. Dios se manifiesta en el tiempo y está presente en los procesos de la historia. Esto nos hace preferir las acciones que generan dinámicas nuevas. Y exige paciencia y espera”.
“Encontrar a Dios en todas las cosas no es un eureka empírico. En el fondo, cuando deseamos encontrar a Dios nos gustaría constatarlo inmediatamente por medios empíricos. Pero así no se encuentra a Dios. Se le encuentra en la brisa ligera de Elías. Los sentidos capaces de percibir a Dios son los que Ignacio llama ‘sentidos espirituales’. Ignacio quiere que abramos la sensibilidad espiritual y así encontremos a Dios más allá de un contacto puramente empírico. Se necesita una actitud contemplativa: es el sentimiento del que va por el camino bueno de la comprensión y del afecto frente a las cosas y las situaciones. Señales de que estamos en ese buen camino son la paz profunda, la consolación espiritual, el amor de Dios y de todas las cosas en Dios”