Compromiso por la transparencia
Autor: Joan Prats
Académico y Consultor Internacional
La transparencia es un tema clave cuando nos planteamos la ética para el buen oficio político. Ciertos avances del conocimiento corroboran intuiciones de larga data y obligan a cambiar algunos planteamientos convencionales en materia de lucha contra la corrupción.
Los buenos políticos impulsan siempre la transparencia y combaten la opacidad en la que se envuelven siempre los malos políticos. Sin transparencia en el ámbito público tiene poco sentido la participación política y se hace muy difícil la rendición de cuentas. La transparencia se mide por el grado que un sistema institucional permite (a los ciudadanos o a las organizaciones interesadas) acceder eficazmente a información relevante, confiable, suficiente y de calidad en los ámbitos económico, social o político, y que resulte necesaria para la defensa de sus intereses o para su participación en la definición de los intereses generales.
Estos flujos de información no pueden ser asegurados por los mercados, en parte porque puede haber beneficios importantes derivados de la no revelación. Por eso el rol de la política y del Estado resulta crítico en este punto, aunque nada fácil, pues también hay rentas políticas que derivan de la opacidad.
La orientación a la transparencia no es sólo una exigencia de la lucha contra la corrupción. Es también una condición para avanzar en la calidad de la democracia y generar buena cultura política. Pero no basta sólo con la transparencia en el ámbito público. El buen político sabe que hoy la definición y realización de los intereses generales no son monopolio del gobierno, pues éste se ve obligado a decidir y actuar en redes de interdependencia con las empresas y, crecientemente también con algunas organizaciones sociales. Si estas relaciones no son transparentes, resulta muy alto el riesgo de extorsión de las empresas por parte de los políticos, de captura del gobierno por las empresas, o de connivencias entre unos y otros, contrarias a los intereses generales.
Por eso el buen político sabe que la exigencia de transparencia, como imperativo de buena gobernabilidad, alcanza tanto al sector público como al privado así como a las relaciones entre ambos. Hoy, la gobernanza municipal ya no es separable de la consideración de la gobernanza empresarial cuando nos planteamos la construcción de una verdadera gobernanza democrática. Y la letanía de escándalos, encabezada por Enron y Worldcom, y que ha recorrido el mundo, pone de manifiesto en el ámbito público las graves consecuencias de profundos defectos en la gobernanza corporativa. Por eso, las políticas de transparencia deben incluir a los gobiernos y a las empresas.
No se trata sólo, pues, de acceder a la información pública disponible, sino de cosas tales como el uso de préstamos a inversionistas privados y la solvencia de los prestatarios; cuentas auditadas apropiadamente de instituciones clave gubernamentales, privadas y multinacionales; el proceso presupuestario y datos clave de la gestión del gobierno; estadísticas monetarias y de la economía real del banco central así como de la provisión de servicios públicos; revelación del financiamiento político y de campañas electorales; registro y publicidad de la votación de los legisladores; supervisión efectiva del papel del Parlamento, los medios y la ciudadanía en las cuentas presupuestarias públicas, así como las actividades de las instituciones e inversionistas externos...
Los buenos políticos enfrentan constantemente el desafío de la captura del Estado, sea por grupos políticos, burocráticos, de negocios, financieros o sindicales privilegiados. La transparencia es fundamental para ello. No hay que olvidar la sabiduría de Adam Smith, quien advirtiera que "rara vez se verán juntarse los de una misma profesión u oficio, aunque sea con motivo de diversión o de otro accidente extraordinario, que no concluyan sus juntas y sus conversaciones en alguna combinación o concierto contra el beneficio común, conviniéndose en levantar los precios de sus artefactos o mercaderías"[1]. En especial prestan atención al dato, crecientemente revelado por investigaciones empíricas, de la gravedad de la tendencia de algunas empresas y conglomerados empresariales -incluidos los internacionales- a afectar ilícitamente la formación de políticas, leyes y regulaciones estatales.
De las crisis vividas en Asia, Rusia y América Latina, los buenos políticos han aprendido que el sector financiero ha estado particularmente involucrado en la captura del Estado con consecuencias muy negativas para la gobernabilidad general. Los datos existentes indican una correlación fuerte entre el grado de solidez bancaria y el nivel de control de la corrupción. Estos datos apuntan en el sentido de que una estrategia de fortalecimiento de la gobernabilidad no podría dejar de considerar el fortalecimiento de la gobernanza de las corporaciones privadas y, en particular, del sector financiero.
La preponderancia de la captura del Estado por parte de poderosos conglomerados (incluyendo algunas transnacionales) pone de relieve tres corolarios que desafían los puntos de vista ortodoxos sobre la gobernabilidad y el clima de inversión. En primer lugar, replantea el enfoque tradicional para evaluar el ambiente de negocios y el clima de inversión. Se asumía que era el gobierno quien provee este clima a un sector empresarial pasivo. Pero la realidad es más compleja, muestra conglomerados y élites poderosas que juegan un papel importante en la formación de las reglas del juego constitutivas del entorno de negocios. En segundo lugar, la constatación de la captura del Estado es una manifestación extrema de la necesidad de entender el nexo entre la gobernanza de los sectores público y privado y, consiguientemente, replantea la recomendación tradicional de controlar la corrupción como un problema casi exclusivo del sector público. En tercer lugar, será difícil establecer estrategias de gobernabilidad democrática sin un mejor conocimiento del tipo de nexos específicos existentes entre sector público y privado en un determinado país.
El buen político no confunde las instituciones del mercado con las empresas existentes en cada momento. Sabe que, a largo plazo, el determinante fundamental del número, la calidad, productividad y competitividad de las empresas estriba en la calidad de las instituciones del mercado. Sabe también que necesita la colaboración del sector empresarial existente o, al menos, de una parte significativa del mismo para impulsar una mejor institucionalidad del mercado y de las relaciones entre las empresas y el Estado. Pero sabe que el gobierno ha de ser mucho más favorecedor del desarrollo de los mercados que de los negocios. Salvar o fortalecer empresas sin asegurar su capacidad para sobrevivir o desarrollarse en entornos de mercados más amplios y perfeccionados, equivale a proteger campeones de mercados imperfectos y a bloquear, en consecuencia, más pronto que tarde el desarrollo.
Sabe lo difícil que resultan estas decisiones y trata de desarrollarlas con transparencia y buscando las difíciles alianzas con las que enfrentar los inevitables conflictos. Respeta la empresa y la riqueza obtenida a través de ella, pero siempre que, tal como exigía Adam Smith, no se hayan obtenido violando "las reglas de juego limpias", es decir, siempre que se haya buscado el propio interés "por un camino justo y bien dirigido". Por eso, como Adam Smith también enseñó, sabe que defender la libre empresa es diferente de defender a los empresarios, pues éstos, en ausencia de instituciones garantizadoras del "camino justo y bien dirigido" (principalmente la libre competencia y una política industrial coherente con ella) tenderán a realizar su propio interés a costa del interés común.
El buen político sabe además que si no hay buenas reglas del juego y buen manejo de las relaciones entre el gobierno y las empresas, es la propia democracia la que se acaba poniendo en riesgo.
Los vínculos estrechos entre los negocios y los gobiernos son perjudiciales para la democracia y para la confianza pública en el gobierno democrático. Las empresas, por su propia existencia, plantean un problema a la democracia pues mediante su disposición de recursos, poder de persuasión y privilegios legales (principalmente la responsabilidad limitada), inevitablemente alcanzan mayor peso político que los ciudadanos individuales. Igual puede decirse de las graves desigualdades económicas. Ambas desigualdades tienen sus ventajas pero también sus límites. Los gobiernos han de ser árbitros, ejercer de contrapeso de grupos privados poderosos. Pero si en vez de ello, permiten o estimulan que las empresas privadas o los individuos poderosos los manipulen, entonces llevan la fe pública en la democracia hacia el punto de ruptura. (The Economist, p. 15-16 del Survey Capitalism and Democracy, June 28 th 2003).
El buen político sabe que no es el capitalismo, sino su forma institucional específica de economía de mercado lo que constituye una condición favorecedora de la democracia. Pero no se le oculta que la estrecha relación entre democracia y economía de mercado oculta una inevitable paradoja: pues si bien el desarrollo de las economías de mercado producen transformaciones económicas y sociales que propenden a la democratización política, no es menos cierto que la economía de mercado -al provocar una distribución muy desigual de muchos recursos clave (riqueza, ingresos, status, prestigio, información, organización, educación, información y conocimiento ... )- determina que unos ciudadanos tengan una influencia mayor que otros sobre las decisiones políticas. La consecuencia es que, de hecho, los ciudadanos no son iguales políticamente y, de este modo, la fundamentación moral de la democracia, la igualdad política, se ve seriamente vulnerada.
Fuente: aigob.org
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